Munich
Munich, la cinta más reciente de Steven Spielberg, se estrena casi simultáneamente en todo el mundo en momentos de un intenso debate cultural y político. Relata minuciosamente un atentado terrorista, la ejecución de un grupo de atletas israelíes por el grupo palestino Septiembre Negro durante los Juegos Olímpicos de Munich, en 1972, y la sangrienta respuesta de los servicios secretos de Israel, bajo la orden directa de la primera ministra Golda Meier ("Este no es un momento para la paz"). La película se basa en un libro de título elocuente, Venganza, escrito por el húngaro George Jonas, y refiere las acciones de un grupo de ex agentes del Mossad (servicio de inteligencia israelí), cuya misión es eliminar, uno a uno, a 11 responsables intelectuales o materiales del atentado. Al día siguiente de la matanza, lo que procede es erigir en dogma la razón de Estado y aplicar, de modo apremiante, la ley del talión a los terroristas.
A más de 30 años de distancia, y a la luz de la evolución dramática del conflicto árabe-israelí, es imposible atenerse a una pretendida visión objetiva de los hechos narrados. Sin embargo, éste es, de algún modo, el cometido que se propone el director hollywoodense al procurar un equilibrio moral entre las partes contendientes, al tiempo que elabora un alegato pacifista, inesperadamente vigoroso. Su esfuerzo coincide, en estos momentos, con el del realizador palestino Hany Abu-Assad, quien en Paradise now, ganadora del Globo de Oro a la mejor película extranjera, y fuerte candidata al Oscar este año en esa categoría, expresa un similar anhelo pacifista. Ambas cintas han desatado polémica y descontento en Israel y en el mundo árabe, y también no pocas adhesiones morales. La virulenta respuesta del mundo musulmán a las caricaturas del profeta Mahoma publicadas por un diario danés, reproducidas luego en varios periódicos europeos, no calmarán ciertamente los ánimos. Surge así la pregunta: ¿Cómo frenar una espiral de violencia criminal? Spielberg no ofrece una respuesta directa, pero su cinta, sin ser una crónica realista de los hechos, y sí una reflexión moral a partir de las libertades que permite la ficción política, señala lo que hoy es imposible ignorar: la ineficacia de una respuesta brutal que, despreciando una solución de fondo, sólo multiplica el número de atentados terroristas. Los guionistas de Munich, Tony Kushner y Eric Roth, aventuran que por un terrorista ejecutado surgen de inmediato otros seis susceptibles de remplazarlo ventajosamente. Plantear vigorosamente este absurdo, este impasse desesperanzador, es uno de los mejores logros de la cinta de Spielberg.
El realizador procede, según su costumbre en películas como Rescatando al soldado Ryan o La lista de Schindler, alternando escenas muy efectivas de acción con expresiones inequívocas de su vocación humanista, sin temor al desbordamiento sentimental, deseoso siempre de refrendar su destreza narrativa. Su primer propósito en Munich es humanizar al máximo a todos sus personajes, tanto a los agentes secretos en misión criminal como a los palestinos culpables de hechos homicidas, permitiéndoles expresar tranquilamente sus puntos de vista, su defensa del suelo natal o la necesidad de conquistar un lugar en la Tierra. No hay apología alguna de la violencia, y sí la defensa a ultranza de la sangre inocente, como en la escena clave en la que una acción de venganza se ve momentáneamente frustrada por la inesperada aparición una niña en el lugar del atentado. El grupo de agentes entrenados para matar a sangre fría aparece de pronto, por la gracia de Spielberg, como una fraternidad de defensores de una causa justa, sensibles cada uno a la suerte de su compañero, y no como mercenarios apenas distinguibles, en el terreno moral, de quienes los manipulan y vuelven cívicamente invisibles. Aquí, un terrorista palestino tiene derecho a la palabra, a la defensa de su causa, antes de ser acribillado. Una mercenaria holandesa, ejecutada de modo inclemente, es quizás la figura más creíble en esta galería de buenas voluntades contrariadas. El agente israelí Avner (un Eric Bana formidable), es también el personaje de mayor complejidad sicológica, capaz de transitar de la deshumanización programada a una vulnerabilidad conmovedora. En su voluntad de dramatizar al máximo su relato, Spielberg combina material de archivo contundente con efectismos no del todo afortunados, como alternar de modo climático una escena sexual (fecundar una nueva vida) con la ejecución masiva de los deportistas (privación de su derecho a existir). Un revelador diálogo de Avner con su madre, otro más con Efraim (Geoffrey Rush), el misterioso jefe de operaciones, confieren a la cinta de acción una dimensión moral nueva, arriesgada en lo posible, crítica más allá de lo esperado. Un Spielberg sorprendente.