Neóptido mántido ortóptero
No me ha dado por interesarme a fondo en lo que es la zoología fantástica, tal vez porque con el asunto me sucede lo que con el género de la literatura policial y sus variantes, como la de horror. Son temas que me erizan la piel con sólo pensar en ellos.
He recortado de mis diccionarios y triturado hasta convertir en polvo las ilustraciones de cuantas especies de arácnidos he encontrado, y me pregunto por qué los ilustradores no se ocupan con igual esmero en ilustrar por ejemplo una y todas las clases de flores que se conocen y que se suelen registrar y describir. De muy joven leí Frankenstein y hasta la fecha lo sueño y despierto sobresaltada, veo vendas y no dejo de imaginar miembros de un cadáver sujetados con ellas al torso de otro. Los descuartizamientos y los insectos, en especial si éstos son rastreadores, y por muy fantásticos que puedan ser, me dan pavor. Recrearse en esto dentro de la literatura me parece una perversión.
Es cierto que soltar chillidos y dar cortos brincos cuando una mujer ve un bicho o escucha el relato pormenorizado de un asalto o de un homicidio, hoy se tiene como una actitud reprobable, y que las mujeres conscientes de su flamante prestigio ni gritan ni salen corriendo cuando leen novelas de las igualmente llamadas negras (¿rojas?), ni siquiera si mientras lo hacen asciende por una u otra de sus piernas una arácnida robusta, peluda y negra, con sus tráqueas, sus ocho patas y su abdomen no segmentado. Olvidada de mi estatus, yo grito y huyo, sacudo hacia abajo mis botas antes de calzármelas y, si oigo que una puerta se abre inesperadamente a media noche, activo las alarmas y me encierro en el armario con todo y tranca.
Quien me conoce sabe que no miento y que, si quiere verme tranquila, más le vale no detallarme crímenes y más bien adelantarse y, antes de que yo la advierta, quitarme la hormiga grande y abultada que se desplaza a lo largo de mi hombro. Por esto que expongo soy la primera en extrañarme ante mi creciente curiosidad en la mantis religiosa.
En el jardín este invierno las he visto ir y venir. Mi perra juega con ellas. Alza las orejas y las rigidiza al descubrir a una mantis frente a sus patas delanteras. La atrapa con la punta del hocico y finge que la destripa con los colmillos. La revuelca con la lengua contra el paladar y la escupe. Para asombro de quien observe, este insecto carnívoro estira una a una sus delgadísimas patas y antenas verdes, hace flexiones y parece sacudirse de encima, como si fueran restos de saliva canina, la experiencia de la que ha sido víctima.
Entonces la perra se echa patas arriba sobre la mantis y frota su espalda contra el torso de ella, cuatro alas membranosas, plegadas longitudinalmente, como si necesitara que el insecto, cien veces más pequeño que ella, la rascara o, a juzgar por ciertas contorsiones que la fricción le provoca, le hiciera cosquillas. De estos atropellos, la mantis también sale airosa, por más que por un instante su quietud y su disminución hubieran indicado lo contrario. No tarda en levantarse sobre la tierra y distinguirse entre las hojas de pasto. La perra la empuja a un charco lodoso, pero la mantis no se asfixia ni se ahoga; más bien, orientando su vista hacia la superficie seca, se traslada hasta con gracia con el fin de alcanzarla.
Leo que las mantis religiosas comen insectos pequeños pero atacan a casi todo lo que se mueve. En el apareamiento, el macho se arrastra con cuidado hacia la hembra, la monta y copulan. Si la hembra ve la oportunidad de comerse al macho, ya sea durante la aproximación, inmediatamente después del apareamiento, o una vez que se han separado, la aprovecha, y empieza por arrancarle la cabeza de un bocado.
Se dirá que resultaría más razonable que la hembra esperara hasta terminar la cópula para comerse al macho; pero la pérdida de la cabeza no parece disuadir al resto del cuerpo del macho de su ímpetu erótico. Lo cierto es que como la cabeza del insecto alberga ciertos centros nerviosos inhibitorios, es posible incluso que la hembra mejore el rendimiento sexual del macho por el hecho de comerle la cabeza.