La ecuación envenenada
La adopción acrítica de la democracia sin adjetivos ha dado lugar, en estos tiempos de prueba, a un laberinto mental sin hilo de Ariadna a la vista. Más que sin calificativos, que en realidad nunca ha sido posible ni teóricamente ni en la práctica histórica de las sociedades que han logrado construir estados y sistemas políticos democráticos, lo que hoy se tiene es una democracia sin más objetivos que dar espacio a la lucha por el poder del Estado más descarnada y grosera de que se tenga memoria, salvo aquella que nos mantienen viva los relatos fulgurantes de Martín Luis Guzmán.
No es ésta una falla "estructural" del diseño finalmente adoptado en 1996 en el Cofipe, sino un reflejo agresivo de los cambios en las estructuras sociales y mentales que propició la mudanza neoliberal de fin de siglo. Esta reforma, prometía poner al país en las grandes ligas del progreso a condición de que sus elites y sus bases, en un gran y último consenso basado en las rutinas y los reflejos del sistema heredado de la Revolución, se olvidaran del pasado, pospusieran sus respectivos memoriales de agravios y se aprestaran a recibir los bienes y promesas de la globalización sin el mayor reparo.
Fue esta revisión la que se puso por delante en la agenda nacional. A la democracia sin adjetivos, propuesta por Enrique Krauze como tabla de salvación ante la tormenta y la falta de timón a que, según él, llevó al país la crisis final del presidencialismo (1982), le precedió el cambio estructural globalizador, dirigido a implantar una economía abierta y de mercado sin concesiones ni condiciones, salvo las que el mantenimiento del poder por parte de los grupos dirigentes dispusiere.
Como se recordará, el golpe de timón fue brusco y trajo consigo combinaciones varias, pero no se dio conforme a una secuencia que preparase a la sociedad para absorber y asimilar mudanzas tan drásticas como las emprendidas. La comunidad nacional se cuarteó y tanto social como económicamente emergió un nuevo dualismo, que sugerentemente Enrique Hernández Laos ha bautizado como un "trialismo". Así, se ha recreado el viejo cuadro de inequidad de los "muchos Méxicos", que en los años setenta del siglo pasado llevó a los presidentes Luis Echeverría y José López Portillo a admitir abiertamente la ilusión del Milagro Mexicano y a buscar, con poco éxito, la construcción de una nueva forma de desarrollo mediante la política y bajo el mando del Estado.
Hoy somos cosmopolitas, y alguien se atrevería incluso a decir que somos ya, como lo quería el poeta Paz, "contemporáneos de todos los hombres". Sin embargo, el país asiste a su segunda cita con la democracia representativa sin coordenadas ciertas ni discursos con los cuales orientar sus decisiones primordiales y confirmar que, en efecto, es ya una comunidad política abierta a la deliberación y el diálogo, sin miedo a la confrontación, y segura de que su relación con el mundo, intensa y extensa como lo mandan la geopolítica y la globalidad económica, no es preámbulo de la secesión o la pérdida de capacidad soberana.
Es decir, vamos a la prueba mayor de la elección presidencial envueltos en las malas memorias de las viejas sucesiones, y sometidos al temor del terror desatado por el crimen organizado que pone al desnudo todo tipo de debilidades y complicidades del Estado nacional. Si se tratase de exagerar, podría decirse que llegamos a la cita mayor de toda política democrática como una nación sin Estado.
Mucho ha hecho el actual gobierno por agudizar esta ominosa circunstancia. Sin sentido del Estado, sin asumir que si algo es indispensable y vital en la globalización es contar con un Estado fuerte y seguro de sí mismo, el grupo gobernante vivió de ilusiones y dio paso a que en su retórica y gesticulaciones se impusieran el delirio redentorista y la más agresiva oleada de negación de la historia de que se tenga registro, un revisionismo supuestamente destinado a quitarnos las telarañas de la historia patria acuñada por el autoritarismo. La quema de los códices parece cuento infantil ante tanto despropósito cometido por el gobierno del cambio en materia de discurso histórico.
Las victorias culturales que tanto entusiasmaban a Carlos Castillo Peraza y colegas y exegetas del momento, por fortuna, no hicieron verano y se han vuelto nudo de confusión y desconcierto en las propias filas panistas. Las incursiones contra el Estado laico y sus venturosas secularizaciones han sido una debacle para sus promotores pero han manchado al conjunto del gobierno, mientras que su sumisión al dogma estabilizador no ha evitado que sus principales oficiantes, como fue el caso del doctor Werner en estos días, informen a la República, sin asumir responsabilidad alguna al respecto, de la mediocridad flagrante del desempeño económico sexenal.
No hay nubarrones financieros que recuerden la "maldición sexenal", y con lo que tenemos de IFE se puede vislumbrar una justa electoral libre de los espectros anticiudadanos del pasado. Pero mapa no hay y es urgente admitirlo.
El cuadrante puede empezar a dibujarse con los vectores propuestos por Carlos Monsiváis el martes pasado en Los Pinos: sin laicismo no hay modernidad ni progreso intelectual, ni respeto a la contienda cultural y de ideas que propicia la democracia que, a su vez, se enriquece con ella. Y sin educación pública universal, robusta y de calidad, no hay ciudadanía democrática ni evolución económica sostenible y vinculada creativamente al mundo.
Sólo habría que agregar el vector de la equidad, que entre nosotros tiene que empezar por la pobreza de masas y su mala salud, para imaginar un triángulo virtuoso. Por lo pronto, sin embargo, lo que tenemos enfrente es una ecuación envenenada.