Usted está aquí: viernes 3 de febrero de 2006 Política No hay muros para el alma mexicana

Jaime Martínez Veloz

No hay muros para el alma mexicana

El paradigma triunfante del libre comercio y la globalización necesariamente habría de tener impacto indeleble en el proyecto de país que quisiéramos construir para México. El modelo económico de sustitución de importaciones e industrialización vía las barreras arancelarias fue desmantelado en los ochentas porque se había agotado. La visión modernizante de la elite política mexicana apostó entonces por una versión acelerada de adopción de políticas privatizadoras y de libre comercio.

El resultado fue el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994, por el cual dos economías desarrolladas habrían de aceptar la integración modesta de una economía subdesarrollada en un esquema de gradual eliminación de barreras al flujo de bienes y servicios, con la mira de maximizar el intercambio comercial. La abismal disparidad de ingresos entre las economías mexicana y estadunidense impidió negociar con mayor amplitud de miras la formación de una comunidad económica, con libre flujo de fuerza de trabajo.

Por desgracia para nuestro país, la apresurada modernización económica se pretendió efectuar sin reparar en su oprobiosa naturaleza excluyente. La soberbia de las elites del poder mexicanas les hizo creer que podían actuar impunemente, sin consideración alguna para los mexicanos más desamparados.

No existe en el mundo una diferencia tan inmensa en los ingresos per cápita de dos países fronterizos como la que hay entre nuestras economías. La entrada en vigor del TLC favoreció el intercambio comercial entre las dos naciones; las exportaciones actuales se han triplicado con respecto al intercambio previo al TLC, pero los beneficios han sido de alcances limitados y el explosivo crecimiento de las exportaciones hacia Estados Unidos desde México tiene su explicación en el comercio intrafirmas y la proliferación de la industria maquiladora en territorio nacional.

Asimismo, ese aumento exponencial en las exportaciones supuestamente mexicanas hacia Estados Unidos tiene alto componente importado; de la misma manera, el impacto de las exportaciones en el resto de la economía mexicana es mínimo y no genera ningún efecto multiplicador. Ese crecimiento explosivo de la actividad exportadora es atribuible ciertamente al TLC, pero en razón del desplazamiento de firmas estadunidenses hacia nuestro territorio y a la importación masiva de componentes extranjeros que constituyen el grueso de dichas exportaciones, conformadas en su mayor parte por maquila. El mínimo componente nacional en la mayoría de esas exportaciones se contabiliza como sueldos y salarios; en otras palabras, el eslabonamiento del sector exportador, eje del crecimiento engañoso de la economía, está desvinculado del conjunto productivo nacional.

La dependencia económica para con los estadunidenses bien podría ser equilibrada mediante la búsqueda de la diversidad comercial, en la dinámica de la vertiginosa firma de acuerdos comerciales con infinidad de países. México es uno de los países que tienen firmados mayor número de acuerdos comerciales. ¿Por qué no aprovechar ese impulso para estrechar nexos y relaciones en otras regiones del mundo? Pero principalmente, ¿por qué no buscar más contactos y estrechar vínculos políticos, sociales y culturales con la región geográfica con la que más identificación se supone que deberíamos tener, es decir, América Latina?

El gobierno y la sociedad mexicanos hemos dado la espalda a la región con la cual tenemos mayores vínculos culturales y con la cual compartimos una historia. Hemos pecado de soberbia, y desde los tiempos previos al TLC quisimos negarnos a ver la realidad pretendiendo integrarnos al bloque estadunidense del continente, con el cual los vínculos sociales son menores si descontamos el fenómeno migratorio.

México tiene una responsabilidad mayor en el ámbito de América Latina, y nos hemos querido desentender de esa realidad y de esa identidad que nos marca. Son mayores los nexos culturales con la América del Sur que con la América del Norte. No hemos querido ver esa realidad y nos hemos olvidado de una región que tiene interés vital para nosotros. ¿Cómo hemos llegado a ese extremo? Quizá parte de la explicación tenga razones culturales y se deba buscar en la caracterización que nos acompaña a los mexicanos desde antes de constituirnos en nación independiente. Los mexicanos nos cubrimos la faz con una máscara, con un velo para ocultar nuestra pasión y nuestros profundos sentimientos. Somos apasionados y volubles, pero nos resistimos a que se nos cuestione el alma, conflictuada y emocional, pero profundamente generosa.

Esa generosidad inmensa es de la que deberíamos echar mano en momentos críticos en que nos toca enfrentarnos a nosotros mismos para ver la profundidad de nuestra alma y definir nuestra verdadera identidad, que ineludiblemente exige definir la relación con Estados Unidos y nuestra estrategia para enfrentar los temas que para ambas naciones son comunes.

Hoy, más que nunca, están presentes las reflexiones de un antiguo embajador mexicano en Washington, Jorge Montaño, quien magistralmente definía nuestra relación de amor y odio con los estadunidenses.

Montaño mencionaba que deberíamos tener muy en cuenta que con Estados Unidos seremos vecinos siempre, socios algunas veces y amigos nunca. Tal vez sobre esa cruda descripción deberemos partir en la nueva conformación de mecanismos constructivos para una reformulación de la agenda bilateral entre México y Estados Unidos, porque ni un millón de muros podrán contener la ola migratoria que ya está y que se agudizará en los próximos años.

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