Entre Jaco Pastorius y Chamín Correa
Medianoche de domingo y nada abierto salvo los umbrales de los que se desvelan bajo los arcos y portales, siempre un poco sospechosos. Hamacas, mecedoras, butaquitos.
La ciudad amurallada, con un dejo de Roma en la manera de transitar las ruinas históricas los carros y las bicicletas, lleva en el aliento un algo enteramente tropical y una cadencia de bolero.
Gente esparcida en el malecón de un mar sin oleaje parece esperar que algo ocurra. Hombres y mujeres dispuestos a embarcarse, en el fondo sabedores de que no lo harán, y que ya no importa.
Otro dejo en ciudad es habanero. Un dejo. Como un buen ron diluido de más.
Cerrados los comercios, las oficinas, las loncherías que ofrecen jamón claveteado en pan francés y licuados de limón. Los transeúntes son pocos y fantasmales.
De pronto un local encendido, abierto de par en par y con un buen ruido saliéndole a la calle amarillenta y dormida. En el centro histórico. Repaso mi memoria, la ubicación exacta. Me dirijo allí.
Resulta una tienda de pedrería curativa y joyería artesanal. En otra ciudad y a otra hora del día sería normal. Tras una coreografía de mesas y vitrinas como en un museo, tres greñudos tocan lo que de inmediato me parece un homenaje no sé si intencional al gran Jaco Pastorius, con un predominio espeso y sucio del bajo eléctrico, seguido como por corderitos locos por un bongocero, y un campanillero que no se ve, casi metido bajo una mesa-vitrina.
Ambares, turquesas, amatistas, collares de madera, hilos. Muchos hilos en las paredes.
La mujer que por lo visto atiende, visiblemente extranjera pero como que hallada al trópico, cualquiera diría que muy ocupada, atiende a un novio o pretendiente local que negocia algo con ella detrás de la reja del ventanal que da a la calle. Me comporto como cliente en el mostrador.
-Están ensayando -afirmo, dando a entender que me place la música, y escribo mi nombre en una hoja del cuaderno cuadriculado junto a la caja. La mujer, displiciente, arranca la página. Dice:
-Es lo que tocan. Así les gusta. Para que los oiga la gente.
Me lo pienso. Si su idea es hacerse escuchar, no creo que hayan elegido el mejor momento del día ni de la semana. Dicho en breve, su público somos yo y mi circunstancia despoblada. A menos que la mujer y el pretendiente sean público cuando atraviesan un momento tan privado, casi íntimo.
Con el alma festiva del desdichado Jaco en la atmósfera, merodeo la tienda un rato entre astillas de piedra verde, aretes de plata, cuarzos y dijes imaginativos, divertidos.
La mujer se aproxima con leve fastidio y me devuelve el papel cuadriculado, donde anotó las indicaciones para encontrar el siguiente contacto.
Se disculpa por haberme hecho esperar. Hombre, no hacía falta. Le agradezco de parte de Jaco resucitado, y ella tarda menos en sonreír que en volver a la ventana y rogarle al chavo que se quede. El aludido hace exactamente lo contrario. Ella sale tras él, corriendo.
Manejo de vuelta a la costera. Me encamino al punto de la costa donde la vía del ferrocarril casi se mete al mar. Trato de recordar otro lugar del país donde tren y océano sean tan contiguos. Como aquí no hay playa.
En la radio local, Chamín Correa concede una prolija entrevista. Cuenta su larga vida de músico, su sacrificio gozoso en el altar del bolero, esa música que cruzó el golfo desde Cuba, enraizó en Yucatán, se contagió a todo México y sigue vivo en los cantantes de moda. El guitarrista se jacta de haber tocado, compuesto o hecho arreglos para "todos", de Agustín Lara a Luis Miguel, aunque confiesa que le faltó siempre uno de los mejores: don Pedro Vargas.
Una mortecina cabaña en una saliente de la costa. Luz apenas. Una lancha se balancea en las orillas del halo luminoso sobre la marisma inquieta.
Otra vez tambores. Un grupo raro. Varios hombres en actitud hostil y cuchillos agarrados por el mango rodean a una mujer que hace malabares, descalza, grácil, distante.
Es la domadora del viento. A ella me aconsejó Voltaire que consultara. "Conoce a todo mundo". No consigo ni acercarme. Uno de los cuchilleros me intercepta, agarra con brusquedad el sobre que traigo, lo mete en su bolsillo y ladra:
-Deja ahí. Ahora vete.
Inútil su orden. Como si yo tuviera la más remota intención de permanecer por ahí. Dentro del sobre van el recado y mis datos, por si les interesa contactarme. Les va a interesar.
Regreso a la calzada, donde se alza un panóptico en ruinas sin cárcel ni fábrica que vigilar. Como abuelito tranquilizador, apacible, más allá del bien y del mal, Chamín Correa aún habla por la radio cuando arranco el carro.