Maras, la ola que nadie puede detener
Ni la mano dura en Centroamérica, ni las medidas migratorias en Estados Unidos sirven para contener la expansión de las bandas de jóvenes
Los pandilleros han emigrado y proliferado en muchas áreas rurales y suburbanas no habituadas a la actividad de las pandillas y los crímenes relacionados con ellas
Ciudad de Guatemala, Los Angeles y San Salvador. Un grupo de hombres jóvenes se apiña en el patio trasero de una casa ruinosa en los suburbios de San Salvador, la capital de El Salvador. Uno duerme en un sofá sin cojines, bajo un sencillo foco, mientras sus amigos conversan. Muchos están cubiertos de tatuajes de los antebrazos a la cara, lo cual los identifica ante todos como miembros de una banda. Cada tatuaje es un código y, a la vez, cuenta una historia. Tres puntos, por ejemplo, significan hospital, prisión y el cementerio: los tres finales posibles de un pandillero.
Estos jóvenes pertenecen a la red criminal más grande de América, y una de las más extensas del mundo. Además de un estimado de 25 mil miembros en El Salvador, hay un número similar en Guatemala, Honduras y Estados Unidos. Los característicos grafitis pintarrajeados en América Central son indistinguibles de los que aparecen en los barrios de Los Angeles y, en estos días, hasta en los suburbios de Washington, DC.
A diferencia del tradicional crimen organizado, como los cárteles colombianos y mexicanos de la droga, que tienden a organizarse en grupos pequeños y de élite, esta red, basada en bandas, es más extensa y más difusa. Su negocio es la extorsión y el tráfico de drogas. En El Salvador, Guatemala y Honduras es responsable de entre 20% y 50% de todos los crímenes violentos. En Estados Unidos, las autoridades les imputan gran participación en el tráfico de personas y contrabando de mercancías de un lado a otro de la frontera con México.
Las maras son temidos por el número creciente de sus miembros, su reputación de violencia inaudita (en América Central, la decapitación es uno de sus métodos frecuentes de ejecución) y su aparición en zonas remotas de Estados Unidos. California ha luchado contra las pandillas durante más de 20 años pero, como expresó Chris Swecker, director asistente de la FBI, en una audiencia del Congreso sobre las maras en 2005, ahora los pandilleros han emigrado y proliferado "en muchas áreas rurales y suburbanas no habituadas a la actividad de las pandillas y los crímenes relacionados con ellas". En 2003, Brenda Paz, mujer de 17 años, embarazada y testigo en un juicio federal, fue encontrada apuñalada en las riberas del río Shenandoah, en lo más profundo de Virginia.
Con todo, los jóvenes en el patio de San Salvador, miembros de la Mara 18 -nombre que proviene de la calle 18 de esa capital-, no lucen para nada amenazadores. Parecen miserables y asustados. No sólo son desempleados, sino ya no pueden caminar libremente en las calles más allá de su vecindario. Una serie de estrictas leyes aprobadas en los años pasados han endurecido las penas incluso por pertenecer a una pandilla (aunque algunas disposiciones fueron derogadas en la corte por anticonstitucionales). La policía ha adoptado una política de mano dura, la cual no ha logrado reducir el crimen, pero sí ha intimidado a los pandilleros. Ahora llevan sus nuevos tatuajes en partes ocultas a la vista. "Hemos perdido el derecho a existir", dice Oscar, de 19 años.
¿Qué tan peligroso es el fenómeno del que forman parte? Ni la Mara 18 ni la Mara Salvatrucha (también conocida como MS-13) son bien comprendidas. Hay discrepancia sobre los orígenes de ambas. Los propios miembros de las pandillas no mantienen una historia o, si lo hacen, no la comparten con extraños. Algunas policías dicen que fueron fundadas en El Salvador en los años setentas o antes. Otras aseguran que brotaron de la comunidad salvadoreña de inmigrantes, en el centro de Los Angeles, a principios de los ochentas. Es probable que la Salvatrucha haya sido fundada por un grupo que fue expulsado de la Mara 18, dirigido en un principio por mexicanos inmigrantes en Los Angeles. En cambio, según otra versión, la Mara 18 fue fundada por un grupo de salvatruchas renegados.
Algunos expertos sostienen que ambas han desarrollado estructuras de liderazgo y control. Algunos dicen que sus componentes, denominados cliques, que van de 10 a 100 pandilleros, funcionan como franquicias; otros insisten en que carecen de toda organización. Lo cierto es que el flujo de dinero entre las pandillas parece misterioso. Las dos se dedican a la extorsión de pequeños empresarios, conductores de taxis y propietarios de casas: casi cualquiera que pase por su vecindario. Ambas venden drogas. Ambas son empresas altamente lucrativas. Pero muchos de sus miembros son pobres.
Un funcionario estadunidense en Guatemala considera que en Villanueva, suburbio de la ciudad de Guatemala, las pandillas cobran al menos 100 mil dólares a la semana. Asume que mucho de este dinero es enviado a EU, ya que los miembros de las pandillas tanto en Guatemala como en El Salvador parecen vivir en el límite de la subsistencia. Pero Jody Weis, agente de la FBI en Los Angeles, dice que allí los miembros de la pandilla son pobres también, y sospecha que envían su dinero a América Central. Cualquiera que trate de seguir la huella al dinero se pierde muy pronto. Pero al parecer las maras ganan mucho menos de lo que las autoridades creen.
Porciones desiguales
Según Oscar, el pandillero de San Salvador, la mara es como una familia. Los miembros se cuidan unos a otros y cobran venganza si son atacados, pero nada más. De acuerdo con funcionarios de la policía, cualquier mara que lleva tatuajes ha asesinado a alguien en un rito de iniciación. Es claro que Oscar y sus amigos viven en los márgenes de la sociedad, pero no tienen la apariencia de asesinos.
Sin embargo, se comete gran cantidad de asesinatos. La tasa de homicidios en 2004 fue de 46 por cada 100 mil personas en Honduras; en El Salvador fue de 41, en Guatemala de 35. En EU, por contraste, fue de 5.7 y la tasa mexicana apenas si alcanzó el doble. El Salvador y Guatemala se recuperan del legado de una guerra civil de varias décadas: una posible explicación de la alta tasa de violencia. Honduras, el país más afectado, sufrió una guerra sucia en los ochentas. Pero Nicaragua, que también soportó una larga guerra civil, no tiene problemas de pandillas similares. Las maras no se han extendido a Belice, Costa Rica o Panamá. Un misterio sin resolver es por qué El Salvador, Guatemala y Honduras tienen decenas de miles de pandilleros y sus vecinos casi ninguno.
El único consenso entre las autoridades es que las cosas se están poniendo peor. Y que, en particular, ese deterioro ha sido muy marcado durante los pasados cuatro o cinco años. José Miguel Cruz, de la Universidad de América Central, en San Salvador, lo atribuye a las políticas de mano dura del gobierno. Los maras encarcelados no tienen otro quehacer que organizarse y, en consecuencia, las pandillas se vuelven más fuertes y más violentas. Durante los primeros 11 meses de 2005 se cometieron 23% más asesinatos que en todo 2004. Incrementos comparables se han visto en Honduras y Guatemala. Cruz señala también, de manera anecdótica, que de 20 pandilleros que registró en un estudio de largo plazo en 1996, sólo cinco continúan vivos.
El incremento de la violencia tiene serio impacto en la economía de América Central. De acuerdo con un estudio del Programa de Desarrollo de Naciones Unidas, el costo de la violencia para El Salvador fue, en 2003, de mil 700 mdd, lo que equivale a 11.5% del PIB. El Banco Interamericano de Desarrollo es aún más pesimista, y estima que el PIB per cápita de la región sería 25% más alto si las tasas de violencia no fueran superiores al promedio mundial. Además, como los ricos tienen seguridad privada -un costo económico por sí mismo-, la extorsión, que puede ser de unos cuantos dólares por persona a la semana, afecta más a quienes apenas si pueden pagarla, lo que impide el crecimiento económico y refuerza la desigualdad persistente. Guatemala tiene una de las brechas entre pobres y ricos más altas del mundo.
De los países con mayor número de maras, el mejor equipado para lidiar con el problema es Estados Unidos. Pero aunque hay cierta cooperación, en especial con El Salvador, la política estadunidense tiende a empeorar el problema para sus vecinos.
Según Kevin Kozak, de la Oficina de Inmigración y Aduanas de EU, 30% de los pandilleros capturados allá son encarcelados y sujetos a proceso penal. Pero al 70% restante los deportan. No hay alternativa: su permanencia en el país es ilegal, pero no existen pruebas para enjuiciarlos por un delito específico. Cada semana, en consecuencia, docenas de pandilleros son enviados por el gobierno estadunidense en jets privados y liberados en las calles de América Central.
Hasta cierto punto, este proceso se hace en coordinación con los gobiernos de la región. Pero es complicado. Los funcionarios de El Salvador señalan que no pueden pedir a EU que detenga las deportaciones, pero no pueden arreglárselas con ellas en una escala mayor. Incluso, si un pandillero que acepta serlo desciende de un avión en San Salvador o Tegucigalpa, pero no hay evidencia para acusarlo de un delito, tiene que permitírsele ir en libertad.
La nuevas leyes contra las pandillas en El Salvador y Honduras no contienen versiones del programa estadunidense de protección a testigos o disposiciones contra el crimen organizado, las cuales permiten enjuiciar a sospechosos por conspirar para cometer un acto criminal, más que por participar en el acto mismo. En muchos casos, por lo tanto, el mara recién deportado de Los Angeles es libre de organizar su banda local con todo el prestigio, capacitación y refinamiento que obtuvo en EU.
En EU, afirma Weis del FBI, las autoridades intentan usar ahora contra las maras técnicas creadas para luchar contra la mafia siciliana. Sin embargo, para que proceda una orden de arresto, se requieren pruebas. Y aun con un programa de protección de testigos en funcionamiento, es muy difícil encontrar informantes. Por lo general, la FBI logra reclutar un informante por cada tres personas que aborda. Respecto de los salvatruchas, afirma Weis, el número es de cerca de uno en 20.
Fuera de la calle, en la red
Las mafias que Weis ha encontrado están organizadas y son sofisticadas. Usan teléfonos celulares desechables, los cuales son imposibles de rastrear, y se mantienen en contacto por medio de la Internet (la Mara 18 mantiene un sitio web: www.xv3gang.com; el sitio web de la Salvatrucha no ha estado activo recientemente). Frank Flores, jefe del sector Hollywood de la fuerza antipandillas del Departamento de Policía de Los Angeles, señala que ahora muy rara vez los maras comercian drogas en las calles. Ese trabajo se lo dejan a inmigrantes indocumentados, que ignoran tanto la estructura de las bandas como la identidad de sus miembros, y que las maras usan casi como sirvientes bajo contrato. Si los capturan, la banda no se compromete; si no, las ganancias continúan llegando.
Las campañas contra estas bandas están menos organizadas de lo que uno supondría. Las agencias involucradas -FBI, ICE y los departamentos de policía locales- cooperan hasta cierto punto. La operación llamada Escudo de la Comunidad, conducida por ICE y puesta en práctica por el Departamento de Policía de Los Angeles y el de Nueva York, condujo al arresto de 103 salvatruchas en febrero y marzo de 2005 y al de otros 582 miembros de estas bandas en agosto. Sin embargo, la circulación de la información deja mucho qué desear.
Flores está orgulloso de su Calgangs, base de datos que utiliza fotografías digitales y otra información para rastrear miembros de bandas, pero los oficiales de policía del país no tienen acceso a ella. Calgangs almacena datos de 928 salvatruchas, una fracción diminuta del tamaño estimado de la banda, y más información aguarda sin uso en los archivos de la oficina de Flores, quien carece del personal necesario para revisarla y clasificarla. Además, de los cuatro detectives de la fuerza antipandillas, sólo dos hablan español, y de los 12 oficiales de uniforme, sólo uno.
Esto ocurre en Los Angeles, ciudad que se supone es el lugar de origen de las maras y tiene una población latina muy grande. Flores, quien da cursos sobre las bandas a policías de otras jurisdicciones, afirma que en otras partes del país la policía local está menos preparada aún para enfrentarse a ellas. Washington DC, donde se halla la segunda concentración más grande de maras en el país, se encuentra en el punto donde estaba Los Angeles hace diez años, señala Flores. En ninguna parte existen estadísticas confiables sobre los crímenes relacionados con las bandas. El mismo miedo que dificulta el reclutamiento de informantes hace que no se reporte la mayor parte de los crímenes.
Al menos los arrestos que sí se llevan a cabo significan una pequeña diferencia. Las bandas continúan organizándose dentro de las prisiones, pero los asesinatos dentro del penal son raros, pues el Estado mantiene cierto control del sistema. En Centroamérica no ocurre así. Douglas Omar García Funes, subdirector de investigaciones de la policía nacional salvadoreña, afirma que en 2005 se cometía un promedio de dos a tres asesinatos de maras en la cárcel. En octubre lograron escapar 16, un número previsible. Las pandillas, afirma Funes, dominan las cárceles.
El director de Tonacatepeque, prisión para jóvenes (con internos de 13 a 24 años), está de acuerdo con él. Aunque la prisión está rodeada de una barda de unos seis metros, y el director aduce que sus métodos son más o menos efectivos, admite que la estructura de las bandas persiste sin cambios dentro de la prisión. Cuando quiere hacer una revisión en las celdas, a muy temprana hora todos los internos son conducidos a los patios vestidos sólo con ropa interior, para no arriesgarse a perder el control con ellos presentes. Beat Rohr, de la UNDP, lo expresa de manera muy clara: "Las cárceles no son más que escuelas del crimen."
De hecho, en los países centroamericanos afectados, las prisiones con frecuencia separan a las dos bandas rivales, ya que las autoridades se han visto imposibilitadas de mantener el control cuando miembros de ambas pandillas están bajo el mismo techo. En agosto de 2005, en Guatemala, una larga tregua entre salvatruchas y maras 18 -la cual se había mantenido a pesar de que ambas bandas estaban enfrentadas tanto en El Salvador como en Honduras- se rompió cuando al menos 35 miembros de la Mara 18 fueron asesinados por salvatruchas, en un esfuerzo coordinado a través de varias cárceles guatemaltecas.
"No podemos -afirma Paul Vernon de la policía de Los Angeles- sustraernos del problema de las bandas." Esto es algo que los gobiernos de Guatemala y de El Salvador tienen que saber. El triunfo de Manuel Zelaya en las elecciones de noviembre en Honduras es buena señal: Zelaya es menos propenso a la retórica que su oponente. Honduras es quizá el país que ha tenido los peores ataques de maras y ha realizado los más duros esfuerzos contra ellos. En diciembre de 2004, 28 personas murieron en el asalto a un autobús. Se cree que dicho ataque, al menos en parte, fue venganza por el misterioso incendio que a principios del año estalló en la prisión y calcinó a unos 100 integrantes de la Salvatrucha.
Una vida mejor
La violencia generada por las bandas está lejos de menguar en el futuro cercano en Centroamérica. Los recursos de las policías son escasos o inexistentes. Los programas de rehabilitación son insignificantes y, de acuerdo con un funcionario salvadoreño involucrado en programas pilotos, tienen, en el mejor de los casos, una tasa de éxito de 30%. En El Salvador, las cárceles están llenas casi al doble de su capacidad, y es probable que permanezcan así. A pesar de las buenas intenciones, la cooperación efectiva entre agencias encargadas de imponer la ley -compartir bases de datos, por ejemplo- no está en el horizonte. Ningún país cuenta siquiera con una base de datos que contenga quién es quién entre los pandilleros. Como la policía teme, también las bandas crecen y se vuelven más fuertes a lo largo y ancho de EU.
La única esperanza real es que el crecimiento económico saque al fin a El Salvador, Guatemala y Honduras de su pobreza y reduzca de esa manera los incentivos que llevan a los jóvenes a unirse a las bandas. Oscar, el mara salvadoreño, dice que preferiría tener un trabajo normal a seguir siendo parte de una banda criminal. Pero como la violencia generada por las pandillas frena el crecimiento de los países, las perspectivas parecen muy oscuras.
FUENTE: EIU/INFO-E
Traducción de textos: Jorge Anaya