Usted está aquí: jueves 5 de enero de 2006 Opinión Yaxchilán y Bonampak

Margo Glantz

Yaxchilán y Bonampak

Desde muy joven visité los monumentos de mi país: primero, Teotihuacán y Tula; conservo fotos borrosas: en una aparezco trepada -inconsciente de mí- sobre uno de los atlantes de Tula. En Filosofía tomé los cursos de Arte Colonial que impartía Paco de la Maza, de ilustre y llorada memoria. Con él solíamos hacer viajes por diversas zonas para conocer varios conventos del siglo XVI y sus clases -extraordinarias- dejaron recuerdos indelebles en sus alumnos; gracias a sus enseñanzas todavía nos es posible recordar -entre múltiples cosas- cuáles edificios mostraban una influencia mudéjar, cuáles, gótica o plateresca. (No great deal, ¿verdad?).

Más tarde viajé al sureste del país, a Uxmal y Chichén Itzá, sitios que curiosamente me eran solamente familiares por los dibujos y fotografías que los viajeros extranjeros del siglo XIX habían hecho de las llamadas ruinas, apelativo que las denigra. Viajeros que yo estudiaba apasionadamente en la antigua Biblioteca Nacional de París, la de la calle Richelieu, cerca de la Comedia Francesa y del Palacio Real, como parte de una tesis de doctorado que escribí en París sobre México y el exotismo francés del siglo XIX y que nunca publiqué en su totalidad. Cuando volví a finales de los años 50, esos viajeros me hicieron percatarme de que el Valle de México estaba rodeado de volcanes, y aunque el valle era menos hermoso que el que pintara José María Velasco y al cual quizá alguna vez Alexander von Humboldt calificara de transparente, los volcanes se veían a la vuelta de cualquier esquina: en esa década la calidad del aire era aún magnífica.

Cuál no sería mi sorpresa al corroborar la semana pasada, desde la ventanilla del avión que me traía de regreso de Yucatán, que el Pico de Orizaba conservaba su bellísima forma de volcán cubierto enteramente de nieve reluciente y que, al acercarnos a la región por antonomasia, el Popo y el Ixta se habían convertido en simples montañas de forma extraña, pero sin nieve (empiezo mal el año, con una nostalgia totalmente desfasada: ¿qué puedo hacer si me ha agarrado un sentimiento edulcorado que puede acompañarse de un buen bolero, un vals peruano o un blues cantado por Billie Holliday?).

Pues sí, todo este preámbulo lacrimoso para relatar otro de mis viajes, esta vez a Yaxchilán y Bonampak que siempre quise visitar y estuve a punto de conocer en otro de mis periplos por el sureste de la república, justo en diciembre de 1976, año en que José López Portillo visitaba como candidato a la Presidencia de la República esa zona del país. Estando a punto de contratar unas avionetas que como exploradores antiguos nos conducirían a lugares tan anhelados, recibimos el aviso de que todos los transportes de la zona estaban ocupados debido a la campaña organizada por el PRI.

Afortunadamente en esta ocasión no nos topamos con ninguno de los numerosos aspirantes a la silla y pudimos viajar con toda comodidad y en un solo día, por obra y gracia de la modernidad, primero a Yaxchilán y luego a Bonampak, en carreteras perfectamente asfaltadas con guías de turistas entrenados, camionetas flamantes y lacandones globalizados.

El único toque emocionante del recorrido -amenizado con cancioncitas navideñas, idénticas a las que nos acompañaron durante esta misma época el año pasado en la India- fue el viaje en lancha -de motor- por el Usumacinta y la selva alta que lo bordea. Pero, la verdad sea dicha, a pesar de que me resbalé y me raspé las dos rodillas al escalar una de las pirámides, Yaxchilán bien vale una misa, y también, un poco menos, Bonampak, aunque se llegue muy rápido, los lacandones te vendan unos jaguarcitos de juguete y los frescos se hayan deteriorado cada vez más porque los turistas usan para fotografiarlos el prohibido flash, y muchos, la mayoría, son turistas nacionales. Lo que más me emocionó, además de los danzantes que aparecen en los frescos, fue una mariposa de un intenso azul añil, parecido al de las paredes de la casa de Frida Kahlo o a los fondos de las pinturas de María Izquierdo.

Al día siguiente visité Palenque por cuarta vez, la tumba de Pakal está cerrada y en las cascadas ya no es posible bañarse porque los turistas las contaminan. Ese día, domingo, la entrada era gratuita, cosa que ya no sucede por desgracia y vergüenza para las autoridades ni en el Munal ni en San Ildefonso, día en que muchísimas familias de escasos recursos podrían visitar los museos, como sucede cada semana en Palenque.

 
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