México de mis amores
Chapultepec era, también, la gloria.
Allí, en la Calzada de los Poetas, besé a mi primera novia. No la he olvidado nunca.
Después de la secundaria, durante la cual perdí todo interés en los estudios, cursé dos o tres meses de preparatoria, y comencé a trabajar en un banco. Perdí también el interés -o, mejor dicho, la pasión- que tuve por el beisbol, y que me hacía saltar las bardas del parque Delta, con toda impunidad, gracias a unos policías comprensivos que se hacían de la vista gorda, para ver jugar a los Diablos Rojos del México. Y por último, yo, que fui tan buen lector en mi infancia, perdí el interés en la lectura. Trabajé, como decía, en un banco, el que era entonces el Banco Nacional de México. Primero en las oficinas de Tacubaya. Después en la sucursal de Mesones. Ir a Tacubaya ya no era entonces, a mis 18 años, hacer un paseo a las afueras de México, como lo fue durante muchos años, cuando era niño. Y junto con Tacubaya, Tacuba, San Jerónimo o San Pedro de los Pinos. Esas eran verdaderas excursiones que había que planear con anticipación.
Me dediqué a la parranda. Los Jueves Santos mis amigos y yo no visitábamos las siete casas o los siete templos: visitábamos las siete cantinas. Una de ellas, inolvidable, en la calle de Mesones, se llamaba La Ciudad de los Espejos. En medio de esos espejos yo no sabía cuál de todos esos muchachos iguales y reflejados hasta el infinito era yo. El que era, el que iba a ser. Lo supe muchos años más tarde.
El mayor acierto que tuve en esa época fue dejar el banco y regresar a la preparatoria. Pensaba yo entonces que mi vocación era la medicina. No fue así. Pero en la preparatoria de San Ildefonso pasé algunos de los días más felices de mi vida, que es lo que importa. No dejé la parranda del todo: muchas noches me perdí en las neblinas alcohólicas de cabarets rastacueros como El Barbazul o El Infierno, y aprendí, en la calle del 2 de Abril, famosa por sus prostitutas, que yo no podía hacer el amor a una mujer por la que yo no sintiera amor. Y regresé a la lectura, y estudié como loco, y obtuve en los dos años de preparatoria un promedio de 9.5 porque en esa escuela, la Preparatoria de San Ildefonso de la Universidad Nacional Autónoma de México, la del Generalito, la de la puerta que fue derribada por una bazuka en el 68, cambió mi vida para siempre, y cambió para mejor.
Una tarde. Una tarde de hace muchos años, en el tercer piso de lo que era entonces el edificio de la prepa de San Ildefonso, conocí a una muchacha muy linda. Su nombre, Socorro. Nos hicimos novios. Nos casamos. Tuvimos hijos y nietos. El segundo año lo hicimos en el mismo grupo pero, ya desde que la conocí, quise demostrarle que yo era un muchacho muy estudioso y muy culto, aunque hasta entonces no había sido ninguna de las dos cosas. Pero lo logré, y de paso reencontré otro amor: el amor propio.
El escenario principal de mi primera novela, José Trigo, es el de los llanos de Nonoalco Tlatelolco. Es decir, una muy extraña región de la ciudad de México, entonces habitada por un submundo donde coexistían la magia y la tragedia, la belleza plástica y la miseria. La represión brutal que sufren los ferrocarrileros en los capítulos finales de la novela tiene lugar en la Plaza de las Tres Culturas, allí donde fue fundada la gran Tenochtitlán, allí donde Cuauhtémoc fue hecho prisionero de Cortés, y donde se escenificó el primer auto sacramental jamás llevado a escena en América, llamado El fin del mundo. La matanza descrita en mi novela tiene lugar un 3 de octubre, día de los Angeles Custodios. José Trigo fue publicada en 1966, es decir, dos años antes de la masacre estudiantil que tuvo lugar el 2 de octubre de 1968, en el mismo sitio, en Tlatelolco, corazón humeante de la ciudad de México.
Es a causa de los disturbios del 68 que muere el personaje de mi segunda novela, Palinuro de México: un joven estudiante de medicina que tiene un pie en la vida y el éxito, y otro pie en el fracaso y la muerte. El escenario de Palinuro no es, sin embargo, la Ciudad Universitaria. El estudia en la vieja Escuela de Medicina -el antiguo Palacio de la Inquisición-, en ese mismo centro de la ciudad de México que yo no hubiera querido nunca abandonar. Y fue así como, con Palinuro, volví a recorrer una y mil veces, inundado de una santa exaltación, las viejas calles que nunca olvidaré: San Ildefonso, Justo Sierra, Donceles, Argentina, Brasil, Guatemala y, con ellas, las torterías y las cantinas, las neverías, las zapaterías y las tiendas de ropa, los comercios donde se vendían santos, vírgenes, milagros y cálices, y le envié, le enviamos a nuestras novias inventadas, las cartas que les dictamos a los evangelistas de la Plaza de Santo Domingo, escritas en las máquinas Remington que descansaban, sin nunca descansar, en sus escritorios azules. También jugamos a los volados con los merengueros. Unas veces, 10 merengues. De dulzura, más que de cualquier otra cosa, está también mi corazón embutido gracias a la gentil nostalgia de esos tiempos. La ciudad de México era, todavía, la Ciudad de los Palacios.
Y también todavía, entonces, la ciudad de México estaba llena de los pregones de los vendedores que, más que anunciar, cantaban su mercancía. Solía escucharlos desde muy niños: los pregones de quienes vendían carbón o camotes asados, alpiste para los pájaros, jabón de Puebla, requesón y melado del bueno, turrón de almendra, juiles asados, gorditas cuajadas, palanquetas de nuez, jericalla y champurrado, tierra para las macetas, chichicuilotitos vivos: a todos esos cantos que se escuchaban en la ciudad de México está dedicado un capítulo de mi novela Noticias del Imperio, titulado, precisamente, ''La Ciudad y los Pregones''. Y, desde luego, aunque la novela tiene como escenario varias ciudades como París y Trieste, el Vaticano, Puebla, Querétaro, Cuernavaca y la propia ciudad de México, esta ciudad, mi ciudad, la misma en la que nací hace 70 años, respira y está viva en todas y cada una de sus páginas, así como en las páginas de toda mi obra.
Viví, vivimos durante dos años, mi esposa y mis tres primeros hijos -Fernando, Alejandro y Adriana, nacidos los tres en la ciudad de México-, en una pequeña pero hermosa población de Estados Unidos, Iowa City, al cabo de los cuales nos instalamos en Londres. Allí trabajé durante 14 años en la BBC, y allí vino al mundo nuestra hija Paulina. París fue la siguiente escala: ingresé a Radio Francia Internacional, y unos meses más tarde volví a poner los dos pies en México, al ingresar al servicio diplomático, primero como consejero cultural y después como cónsul general. Al cabo de siete años y medio, regresamos a nuestro país para instalarnos en Guadalajara. Llevamos allí trece años. Guardo por Iowa, Londres y París recuerdos muy hermosos. Son ciudades a las que quise mucho y quiero todavía, y en las que dejé una parte de mi vida y de mi corazón. Pero sería yo un ingrato si no reconociera el amor muy especial que tengo por Guadalajara -sin duda una de las más hermosas ciudades del país- y el profundo agradecimiento que le tengo por la muy generosa hospitalidad que nos ha brindado y, con ella, el aliento, el apoyo y el tiempo que, para dedicarme a mi obra, me ha dado siempre la Universidad de Guadalajara. Pero podría yo vivir de nuevo en todas esas ciudades, o en otras tres, cinco, 10 ciudades más, distintas, sin dejar, nunca, de vivir en la ciudad de México. Hace muchos años que no habito en ella, pero ella siempre me ha habitado. Le he llevado por el mundo a cuestas, como el caracol su casa. Que hoy la ciudad de México me otorgue un premio que lleva su nombre, es como si me diera, como regalo, todos esos años de mi infancia y mi adolescencia en los que tanto la gocé, en los que tanto la caminé y me llené los sentidos con sus aromas y sus sabores, con sus colores y su música. Porque esta ciudad, la ciudad de México, es la ciudad de mis vivos y de mis muertos, de mis recuerdos y de mis sueños.
Es, sobre todo, México, la ciudad de mis amores.
Discurso pronunciado al recibir el Premio Ciudad de México 2005