Usted está aquí: miércoles 21 de diciembre de 2005 Opinión México de mis amores

Fernando del Paso/I

México de mis amores

Dice, en su poema Alta traición, el gran poeta mexicano José Emilio Pacheco: "No amo a mi patria/ su fulgor abstracto es inasible/ Pero (aunque suene mal)/ daría la vida/ por diez lugares suyos/ cierta gente,/ puertos, bosques, desiertos, fortalezas/ una ciudad deshecha, gris, monstruosa/ varias figuras de su historia,/ montañas/ -y tres o cuatro ríos..."

Fue esta ciudad, deshecha y vuelta hacer mil veces, esta ciudad gris que revienta con los colores de sus mercados, sus flores y su gente. Esta ciudad monstruosa y magnífica que desparrama su miseria y su grandeza hacia todos los puntos de la rosa de los vientos y de las lluvias, del polvo y del sol. Fue esta ciudad, la ciudad de México, la que llevo conmigo desde que en ella vine a la vida un primero de abril de hace muchos años: la llevo en toda mi sangre, corre por ella con todo su escándalo y sus prodigios. La llevo en la piel, en el meollo de mis huesos; su nombre se pasea siempre por la punta de mi lengua: la miro y me llena los ojos de espanto y admiración; la respiro y los pulmones me rebosan de tufos ácidos y de perfumes alados. Dicen que es la ciudad más grande del mundo. No lo sé, pero sí es la ciudad más grande que me cabe en el pecho.

Estas palabras no pueden no ser sentimentales y nostálgicas. En esta ciudad vivieron los que entonces eran mis vivos: mis padres y mis abuelos. Y es ésta la ciudad en la están mis muertos. Abril no fue, para mí, el mes más cruel: lo fue quizás para mi madre, porque yo no quería nacer. El doctor Alatorre tuvo que hacer uso de los fórceps para ponerme, no de patitas en el mundo y sí de cabeza, como a todos, mientras mi madre se agarraba, con todas sus fuerzas, de los barrotes de una cama de latón. Pero abril fue quizás también, para mi madre, el mes más dulce. Fui su primer hijo, y antes de que yo comenzara a entender las palabras, ella me arrullaba, feliz de la vida y sobre todo de la mía, de mi vida, con una canción que ustedes conocen, y una de cuyas líneas le decía a mi madre que el cielo le había dado una esperanza azul.

Esto sucedía en la calle de Orizaba de la colonia Roma, en el número 150. Era una casona porfiriana de la que aún se conserva la fachada. Era la casa de mis abuelos maternos. En ese entonces, uno nacía en una casa. La casa tenía en el centro un jardín, el jardín tenía un naranjo, un limón, una higuera. La higuera se lucía dándonos unos grandes frutos negros y lustrosos como testículos de toro. El limón y el naranjo presumían sus planetas verdes y anaranjados.

Esa fue mi primera patria. Una patria diminuta, que apenas si iba más allá del zaguán de la casa para transformarse en la calle de Orizaba y en unas cuantas tiendas y panaderías que todavía, en estos tiempos, vaciaban en las calles su santo olor. Y también en una carbonería, en una lechería, en una tlapalería que aún existe: "La Sultana", que es, probablemente, las más antigua de toda la ciudad. Y en una de las esquinas de la cuadra, el Parque del Ajusco, con su fuente inmensa, donde yo solía ser a veces Robinson Crusoe. El parque Río de Janeiro era una aventura más lejana, destinada a los domingos. Enfrente de él había, hay todavía, un enorme castillo rojo.

La calle de Orizaba comenzaba en la avenida Chapultepec y terminaba en lo que entonces era el estadio Nacional. Mi abuelo materno, político autodidacta que sólo estudió hasta tercer año de primaria y llegó a ser presidente municipal de San Angel, senador y gobernador interino de Tamaulipas, abandonó la lucha tras un accidente que lo invalidó. Solía entonces sentarse, a fumar sus puros, en el pretil de una de las ventanas de la planta baja de la casa de Orizaba. Me contaban que cuando el presidente Portes Gil pasaba por la calle para asistir a una ceremonia en el estadio Nacional, hacía que su automóvil se detuviera y saludaba a mi abuelo: "Buenos días, senador Morante", le gritaba; y mi abuelo: "Buenos días, señor Presidente".

Estudié la primaria en la escuela que tenía fama de ser la mejor primaria pública del país: la Benito Juárez. Allí está también, en la calle de Jalapa, tan bella y esbelta, tan airosa como siempre. Mi patria pequeña comenzaba a crecer. Mi madre comenzó a llevarme al centro de la ciudad. Al centro había que ir elegante. Mi madre, con escasos recursos, siempre tenía un sombrero y unos guantes que ponerse para caminar por lo que mis abuelos todavía llamaban la calle de Plateros. Para comer tacos en "Beatricita", que era para lo único que nos alcanzaba, mi madre se quitaba los guantes y yo me lavaba las manos. Eran, esos tacos, una delicia, al igual que las malteadas del Zócalo y del pasaje de 16 de Septiembre y San Juan de Letrán. Era, todo, un paraíso a mi medida.

Mi padre, y con él todos mis tíos, trabajaban en el centro. Todo el mundo que se respetara trabajaba en el centro. Mi padre, que fue el menos afortunado de todos sus hermanos, no era, como ellos, ni notario, ni ingeniero civil, ni odontólogo. Era tenedor de libros, y dejó más de la mitad de su vida en uno de esos grandes almacenes que fundaron aquellos aventureros de la ciudad francesa de Barcelonette que vinieron a México a buscar fortuna, y la encontraron, con la creación del Centro Mercantil, París-Londres, La Gran Sedería, Liverpool, el Palacio de Hierro, Clemente Jacques, Fábricas de Francia y otros grandes negocios. El almacén donde trabajaba mi padre se llamaba Al Puerto de Veracruz. Quebró hace muchos años, pero el edificio existe todavía y en él, su nombre labrado en piedra. A mí me encantaba ir Al Puerto de Veracruz para ver a mi padre, con su visera verde y sus mangas negras. Para mí, entonces, mi padre era muy importante.

Pero ir al centro era ya pasar a otro mundo. Mi primer país, la colonia Roma, estaba limitado al norte por avenida Chapultepec; al este por la calzada de La Piedad, hoy avenida Cuauhtémoc, y más allá la colonia Doctores; al oeste, por la avenida Insurgentes y más allá la colonia Hipódromo Condesa; al sur, por la colonia Del Valle delimitada por el río de La Piedad, donde mis amigos y yo solíamos pescar inocentes culebrillas de agua y ajolotes. También, en los terrenos sin construcciones, arañas capulinas y viudas negras. Entonces, el girasol era una flor menospreciada: nadie la cortaba, nadie la vendía o la compraba: el papel del humilde girasol se limitaba a incendiar con ramos de fuego las tierras baldías.

Todo cambió para mí cuando, por circunstancias que no vienen al caso relatar, no me fue posible inscribirme en la secundaria número tres, que era adonde iban todo los niños de la pequeña burguesía de la colonia Roma que habían cursado la primaria en la Benito Juárez, y tuve que ingresar a la secundaria 14, en la calle de Niños Héroes de la colonia Doctores. La sede de la escuela era la antigua cárcel de Belén. Como era de suponerse, las dos o tres primeras semanas de intensa infelicidad se transformaron en días luminosos y, más tarde, en total disipación. Mis nuevos amigos eran hijos de taxistas o de obreros. Los quise mucho, y de ellos aprendí otra forma de ver la vida. Aprendí, también, a fumar, a echarme unos tragos, y a saltarme por una ventana de una escalera de la escuela para irnos de pinta a Chapultepec.

Discurso pronunciado al recibir el Premio Ciudad de México 2005

 
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