Tan modernos, tan los mismos
La palabra cercana y colectiva
Alfredo Zepeda y Pedro Ruperto Albino
Sierra Norte de Veracruz. Al rato oscurece. Faustino sale a la puerta y comprueba que los demás ya se juntaron frente a la casa de Xua Luis, debajo del tejocote. La penumbra del foco colgado afuera del portal los alcanza. Los Herculano, los Tomás, los Reyes y los Fernando se alinean sentados en el reliz de la lomita. La plática transcurre sin prisa. Hablan de los elotes que ya maduran en la milpa, de la vaca del Celestino que está por parir, del Cirino que anda haciendo trampa para comprar el terreno de Beto Trejo asignado en la tierra comunal, de los jóvenes que se han estado yendo a Nueva York, de la faena del viernes para chapolear el fondo común, de las presiones del gobierno para que la comunidad acepte el programa Procede, del café que se quedó sin cosechar en la matas, por falta de precio. La luna que se va elevando ya tarde, a un lado del cerro del Brujo, los encuentra todavía en la conversación.
Este ritual vespertino repetido en las tardes de los días, después de los trabajos cotidianos, cuando el tiempo se detiene, es la metáfora de la pala-bra colectiva que se reparte para hacerse saber común en la comunidad indígena.
La misma palabra se amplifica el día de la faena, el trabajo común de la comunidad. Al terminar la tarea, nada forzada porque es convivencia, las autoridades ya tienen preparados los temas que fueron introducidos sutilmente en la plática, mientras los machetes iban limpiando los matorrales del fondo común. La palabra colectiva se formaliza de nuevo, en la terraza junto a la tienda comunitaria, no para discutir sino para ir tomando los acuerdos. Todos escuchan, y la palabra se va completando hasta terminar con un acuerdo. Cuando más gente opina el acuerdo es más fuerte.
Pero el que mejor opina es el que mejor sabe escuchar. Hablar y escuchar van juntos. Por eso dicen los ñuhú que hay tres maneras de hablar. Una cuando quieres que te escuche el que está junto. Otra para que te escuche un grupo. Y otra, transgrediendo el volumen de la voz, cuando no quieres que te escuchen, porque no quieres escuchar.
Más solemne es la reunión especialmente convocada para un acuerdo importante, como puede ser el nombramiento para un cargo. Nunca se empieza a la hora señalada. La gente va llegando y comenta del asunto, como sin proponérselo. Se puede pensar en los que pueden servir en el cargo, pero no se publican los nombres. Alguno toca tangencialmente el tema, pero sin dar un parecer definido. La asamblea comienza cuando se junta la mayoría, que no es la mitad más uno, sino cuando se calcula que ya no llegarán más, y cuando ya se mira un grupo suficiente para que se aprecie que los acuerdos tomados tendrán fuerza para ser respetados. Cuando todos están reunidos y se escuchan las propuestas, las voces empiezan a cruzarse. Cinco o seis hablan al mismo tiempo, pero sin levantar la voz. Es el ejercicio intensivo de escuchar a varios a la vez porque más importante es que todos opinen, que guardar turnos para hablar. Al poco las voces se van acallando. La autoridad descansa de atender y, luego de una pausa, explicita el acuerdo. Puede ser que al principio haya habido opiniones mayoritarias; pero a base de decir y escuchar, la opinión de pocos puede cambiar la apreciación inicial del acuerdo, sin estridencias. Hace años, en una importante asamblea de la comunidad mazapigni (tepehua) de El Mirador se planteaba la forma de su constitución, en las tierras recién recuperadas. Parecía que el acuerdo enfilaba hacia adoptar la forma social de ejido, pero el valor de las razones que se fueron entretejiendo en palabra colectiva terminó en un acuerdo fuertemente consensado de constituirse en la forma jurídica de Bienes Comunales.
El acuerdo puede no ser unánime, pero es suficiente cuando el ánimo colectivo percibe un consenso suficiente como para que la decisión se respete en adelante. Después se podrá comentar que el acuerdo no se cumple, pero nunca se cuestionará el acuerdo mismo. Por eso no se entiende el concepto de votación. Los votos van a manifestar un número definido de gente que no está de acuerdo. El que abiertamente algunos se opongan dejará una tensión que va a seguir aflorando en la comunidad. Por eso el sistema de los partidos políticos y la ley agraria, que tratan de dirimir las diferencias a base de votaciones, dividen fuertemente a la comunidad, y peor cuando el voto es secreto.
En las comunidades indígenas, la palabra es cercana e inmediata. Los ñuhú (otomíes) tienen por lo menos cuatro verbos para indicar lo que es el decir inmediato Ña, Ma, Xi, Ena. Y muchas expresiones concretas para expresar la palabra colectiva: Gur pu tzu ña (llenar al otro de palabras), Man ba hña (tener entre todos una pala-bra unida), Tengu di pah mu (como se sabe por todos). Porque la relación comunitaria es anterior al individuo. El concepto mismo de individuo no se entiende, si no es como parte de una comunidad concreta a la que se pertenece por nacimiento o adopción. Para los ñuhú existe la palabra hombre, mujer, niño y las de toda la red de los parentescos que distingue por ejemplo, juadá (hermano mayor) de cü (hermano); pero no existe la palabra persona, sino más bien se conoce la expresión "gente". Distinto de la cultura occidental, donde "persona" se dice ante todo de un individuo abierto a la llamada dimensión social, y donde la pertenencia a una comunidad corresponde a un imaginario difuso. Puede pensarse en lo que hoy se entiende en la sociedad modernizada por comunidad educativa, comunidad de base, comunidad religiosa, comunidad intelectual. Iván Illich lo consigna en blanco y negro: "Hoy pensamos en los demás como gente con fronteras. Nuestras personalidades están tan desconectadas de los demás como lo están nuestros cuerpos. La existencia como algo internamente distante de la comunidad es para nosotros una realidad social, algo tan obvio que ni siquiera podríamos pensar en desear que no fuera así" (Iván Illich: En el viñedo del texto. Fondo de Cultura Económica 2002. Pág. 36).
La palabra en las comunidades indígenas de la Sierra Madre Oriental sigue siendo sobre todo oral. Y, como los acuerdos, así también la memoria y la tradición. Las historias se mantienen por más de un siglo y, para los tiempos más largos, permanece la memoria convertida en mitos, que son historias completadas con símbolos concretos para entender la vida. Los mitos pueden pasarse en clave de cuentos de animales, que bien entienden los hombres verdaderos. Porque con la tradición oral se recibe también el espíritu de los abuelos, que aun al morir transmiten a los que aún sobran en este mundo la herencia de su sabiduría. Así le sucedió a Aurelia de la Cruz, la de Pie de la Cuesta. Contó que ella nació y creció y por allí anduvo. Oyó el consejo de sus padres; luego se casó y hacía tortillas e iba a la leña, pero no le llegaba el pensamiento (otó n phení); pero luego de que murieron sus padres, sintió claramente que le llegó el pensamiento y el espíritu de ellos, y ya pudo mejor comprender que su esposo era como su papá y ella como su mamá de él y conoció mejor el rumbo de su camino.
La palabra escrita es de hace poco y, en contraste con la palabra hablada, su uso se limita a escribir recados para enviar. Recientemente, ahora que la vida se complica por la multiplicación de conflictos, se escriben actas breves para recordar las sentencias de los jueces comunitarios o para prevenir el olvido de acuerdos controvertidos. Hasta hace veinte años, en las comunidades de la sierra todavía se reconocía a alguien el cargo especializado de "hacer papeles", de la misma índole que el oficio de tocar el violín en las ceremonias de la costumbre, ambas tareas respaldadas por una vocación revelada en sueños.
Un recado se puede hacer en papel, pero una invitación o un anuncio importante han de hacerse con palabra inmediata. No puede entenderse que se invite a los padrinos de un bautismo por medio de un recado o llamando por teléfono. Aunque haya que viajar, o subir montañas para decirla, la palabra directa es necesaria para pedir un favor que implique un costo o un trabajo grande para el otro, con su espacio ritual dentro de una conversación larga.
No existe en otomí, al igual que en otras lenguas indígenas el sustantivo comunicación, del verbo comunicar, sino solamente expresiones concretas, referidas a la palabra que se comparte o se pasa, como N'tohpa hu n'tsangua (pasarse los mensajes de uno a otro). Puede pensarse que, aun en las lenguas europeas, el uso de la palabra comunicación entra en el uso cotidiano para denotar la relación a distancia. La costumbre sigue en las comunidades de gritar de cerro a cerro o de prender leña verde para saber por la voz o por el humo que cada quien está trabajando tranquilo en el lugar de su milpa. La gente ya no recuerda cuándo empezó el uso de elevar los papalotes con el mismo fin, ni cuándo los mayordomos comenzaron a lanzar los cohetes para llamar a la gente a la comida de la fiesta. En algunas comunidades de la sierra la radiodifusora se llama Dex ia bu (la que oye o espía de lejos).
Pero desde hace años, como un ruido de temblor que crece hasta las sacudidas de un te-rremoto, la modernización tecnológica y el neoliberalismo aniquilador se metieron sin pedir permiso en los territorios de los pueblos indígenas. A las banderas antiguas del dominio se añadieron las nuevas consignas de la exclusión y el despojo. En estos días, los pueblos de la sierra se enfrentan al reto más desconcertante de su historia, desde que Hernán Cortés vino a desbaratar Tenochtitlan. El programa Procede desmantela los territorios comunales, cada vez con mayor cinismo y prepotencia, a la vez que desconoce a las autoridades indígenas y a sus asambleas, mientras el Progresa rebautizado divide a los pueblos y reparte migajas de miseria. El complejo de leyes neoliberales pugna por garantizar a las trasnacionales el botín privatizado a escala planetaria y a despecho de cambios de gobiernos.
¿Cómo seguir siendo comunidad en medio de la mal llamada globalización que más bien lo fragmenta todo? ¿Cómo no desbaratarse y perder lugar frente a los planes de exterminio? ¿Cómo ser modernos (los de hoy) sin ser arrasados por la modernización neoliberal?
Entraron las máquinas abriendo los cerros, emparejando las veredas y tumbando las papatlas, las mirras y los cedros rojos; y en el lugar de las raíces arrancadas se plantaron los postes de la luz eléctrica. Las calles y las casas se iluminaron de noche y los radios ya no necesitan pilas. La mercancía dinero se convirtió en la más importante para pagar el servicio y los transportes y la oferta de necesidades nuevas que llegan a diario en las camionetas de los placeros. Las carreteras ayudaron para ya no cargar tanto a los enfermos de loma en loma, al tiempo que se convertían en compuertas para dar salida a los hombres desde las cañadas de La Florida y Pie de la Cuesta hasta al nan guadí (al otro lado).
Al escuchar las historias de los primeros que llegaron hasta Nueva York, en las conversaciones vespertinas sin fin, el azoro de los más jóvenes fue creando el imaginario de los restaurantes y los carwash, donde dicen que la gente gana ocho veces lo que un peón en los potreros de Amaxac.
La emigración ha puesto a prueba la relación comunitaria y la palabra de los que hablan al mismo tiempo que se miran. El saber todo de todos en la comunidad se disuelve. El trueque de trabajos entre compañeros por mano vuelta y el descanso colectivo ordenado por la lluvia se convierte en jornadas de doce horas en el lavado de carros, de noche o bajo la nieve. No da tiempo a los que hallaron cuarto en el Bronx para visitar a los que viven en el barrio de Astoria. Pasaron de ser reconocidos de nacimiento, a ser tratados como ilegales perpetuos. La dispersión también es allá: de dos barrios de una ciudad pasaron a repartirse en decenas de pueblos en cuatro estados. La lengua ñuhú ya solo se puede hablar en el encie-rro de los apartamentos.
Los que se van se llevan el corazón colectivo que aprendieron toda la vida en la praxis de la comunidad. Lo que pasa en la sierra se sabe al detalle en Nueva York y viceversa. Todos se enteraron enseguida en Amaxac de que el Rubén Juárez ya se andaba juntando con las pandillas del Bronx. Naturalmente se recrea el trabajo y la vida en común en los apartamentos del Queens donde viven juntos por grupos. Intercambiando palabra y apoyo en la red de colectivos semejantes se reproduce el tejido de la comunidad propia: todo es público, excepto las virtudes individuales, de modo que lo que concierne a uno, preocupa a todos. En el otro lado, la lengua ñuhú sigue siendo la palabra completa frente al inglés y el castellano, para resistir como los últimos de la fila.
A Fausto Andrés de 17 años de edad, apenas llegado de Ayotuxtla hacía cinco meses a New Jersey para cortar tomates en los campos de Bridgeton, lo asaltó la muerte. Murió al instante cuando el automóvil rumbo a su trabajo chocó contra un encino. El mismo día todos, de Filadelfia a Yonkers, se enteraron y tomaban el acuerdo de apoyar. Como un solo cuerpo todos los muchachos se movilizaron para hacer coope-ración, al llamado de su hermano Marcelino dos años mayor. Los teléfonos celulares se activaron sin descanso para pasar los mensajes en otomí, por Flushing Meadows, en New Rochelle, en Connecticut, en Lee, Massachussetts, y por toda la ruta del North Train, de Fordham a Mahopac, de Brewster a Mount Kisko, de Golden Bridge hasta City Park. Durante seis días todos los de Ayotuxtla, de Tzicatlán, de Chila Enríquez colaboraron para juntar los tres mil quinientos dólares que cobró la funeraria por arreglar el cuerpo de Fausto y enviarlo a Nueva York y de allí en el avión a México. Y todavía sobró otro tanto para apoyar a la familia. Los más próximos acompañaron en relevos cada hora los avatares de Marcelino Andrés que sacaba fuerzas de su corazón apachurrado, brincando las barreras de la lengua, la burocracia y las distancias, y descifrando las complicaciones del envío de los dineros. Los tres ejes operativos de la comunidad indígena --el acuerdo, el trabajo y la coo-peración-- brotaron como una milpa que crece en tierra preparada.
Desde la comunidad de Ayotuxtla, Julio, el hijo mayor de la familia, arropado con el consejo de las autoridades de su pueblo, organizó los preparativos para recibir a su hermano y coordinó la comisión enviada a recoger su cuerpo en el aeropuerto del df, entre indescifrables trámites de aduanas y salubridades y trasladarlo en la camioneta del ayuntamiento otomí a las montañas de la sierra en la noche lluviosa. Más de cuarenta lo esperaron parados en el lodo para cargar a Fausto a las dos de la mañana por veredas de vértigo, desde la Cruz del Camino. La luna los cuidó con su penumbra a través de la niebla, hasta el borde del Espinazo del Diablo, a la puerta de la comunidad. Todas las ceras se encendieron para velarlo y Alí, el que sabe el rezo de los difuntos, acompañó la procesión hasta el cementerio junto a la capilla en la loma oriente de la comunidad, con todos los hombres y mujeres sin que nadie faltara.
Parece como si los pueblos indígenas hubie-ran decidido jugar el reto de los tiempos adversos, plagado de riesgos, en la guarida misma de los que traman los planes de etnocidio con su banco mundial y sus fondos monetarios.
Aquí y en el otro lado, resisten las comunidades con la fuerza de brindarse los saberes en la palabra compartida, con la maestría en tender redes y colectivos, con la experiencia de mirar los tiempos largos y romper fronteras y obstáculos sin detenerse a pedir credenciales o licencias.
La sociedad de los anónimos puede aún mirar de cerca el lugar de sus antiguas raíces y escu-driñar en lo invisible de las décadas y los siglos para conocer con el corazón cómo sufren la sobrevivencia los pueblos ancestrales y aprender las lecciones de la resistencia y de la autodeterminación.
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