Usted está aquí: lunes 19 de diciembre de 2005 Opinión Mester de alfarería

Hermann Bellinghausen

Mester de alfarería

De arcilla tenía que hacerse. De arcilla bien mezclada para que aguantaran en el horno sin quebrarse ni perder forma, las figuras. Tantos árboles de la vida, nacimientos y escenas chuscas había moldeado y pintado Cirino en el pasado para vender en ferias y tiendas de artesanía que de algo le serviría la práctica adquirida para su nueva idea. De un día para otro, pareció ocurrencia, fue juntando árboles y animales silvestres que salían de un raro impulso en dominio de sus manos. Especial dedicación puso en una piara de jabalíes, de una arcilla oscura que no necesitó pintar de negro, bastó un barniz transparente para fijar el color que ya tenían. Qué bonitos te quedaron, le dijo Delia que hacía años no opinaba de las cosas de su marido. Ceibas, lianas, caobas, palmitos, flores carnívoras, gigantes hojas, monos de cola larga, culebras, faisanes, barrancas. Risa le daba tomarse tan en serio la nueva ocurrencia que le vino una madrugada insomne y fría. Con un tosco pincel untaba la figuras. La pintura disponible era de color acrílico un tanto inverosímil, sintético, de a tiro de tlapalería. Sus manos siguieron moldeando y pintando piezas. Abandonó cualquier otra actividad. Lo atrapó una como fiebre que los artistas profesionales llaman inspiración pero que en un artesano sin jerarquía ni educación se llama si acaso necesidad y no forzosamente económica aunque podría vender bien las piezas, nunca falta un gringo interesado. La por lo general suficiente mesa del taller resultó pequeña, no tuvo espacio ni para la ollita cotidiana de café. Le siguieron saliendo más y más figuras. Empezó a colocarlas en el suelo, hasta copar los rincones. Llegó el día en que rebosaron la puerta y fueron ocupando el patio, el gallinero, y la pendiente del zarzal, que igual nadie ocupaba, la acondicionó para alinear el producto de su fijación manual. Empleaba distintas mezclas de tierra y arena de roca. Ya cuando los pollos deambulaban entre árboles y bestias de barro dejando su cagada, algún huevo o plumas sucias, la familia se preocupó, ahora sí. Sus hijas primero, ya párale papá, la gente lo que va a pensar. Casaderas que estaban, les daba pena con los muchachos. Su mujer, paciente como una santa, tardó en reaccionar pero le armó un buen drama el día que las figuras proliferaron hasta el dormitorio. No se podía ni caminar. A los chiquitos la locura de su papá les divertía y proporcionaba juguetes de sobra: tigres, grullas, comadrejas, arañas desproporcionadamente grandes y éstas sí muy frágiles, las patas se quebraban de apretar tantito. Las prohibió a los niños. El horno ardía noche y día. La fiebre era real. Había que recordarle que se bañara. Una mañana de repente moldeó el primer hombre, que de hecho era mujer. Y se siguió hasta poblar su selva de gentecillas y otras bestias, primero silvestres y después fantásticas, zorras echando rayos, águilas doradas, venados con patas de ave, y de plano un día, el último, Cirino modeló concienzudamente un dragón y adiós realismo. Lo metió al horno y casi lo carboniza. No se tomó ya la molestia de sacarlo. Las brasas se redujeron a ceniza por primera vez en semanas y finalmente el horno se enfrió. Cirino cayó en una postración prolongada, un agotamiento en los huesos, decía. La familia había emigrado a casa de los padres de ella. Entre la selva de barro no cabía ya nadie. Delia pasaba diario a dejarle comida y una ollita de café recién hecho. Antes de mucho, a mitad del sueño, murió "como pajarito", al decir de Delia que no podía saber pues no estuvo presente. Fue una noche de Luna redonda y amarilla en el horizonte, una gran moneda sin dueño. Una moneda en el aire. Como si hubiera perdido la vida a mitad de un volado. La viuda no halló luego cómo vender "las figuritas", según las llamaron todos. Al principio hubo coleccionistas interesados en el folclor, pero no muchos, y los clientes normales prefieren ollas y macetas de los demás artesanos. Así que arrumbaron las inútiles piezas en el taller, que acabó de almacén, un archivo muerto que pronto conquistaron el polvo, los ratones, las arañas perecederas y sus asquerosos nudos de telaraña vieja. El horno se desmoronó. La gente continuó sus existencias. Sus hijas se casaron, los niños se hicieron jóvenes, e imitando a los demás hombres se marcharon al otro lado. Las huellas de Cirino se difuminaron de la realidad doméstica. El futuro, lento y despiadado, olvidó su extravagante selva de barro. Así pasa con todo dios, tarde o temprano.

 
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