Usted está aquí: lunes 19 de diciembre de 2005 Opinión El ocaso del futuro: el Limes romano y la gran migración

José María Perez Gay /I

El ocaso del futuro: el Limes romano y la gran migración

Ampliar la imagen En la imagen, parte del muro que divide Tijuana, BC, de San Diego, California FOTO Reuters Foto: Reuters

El muro de mil kilómetros que el gobierno de Washington propone levantar a lo largo de la frontera con México es el mejor ejemplo -a principios de siglo XXI- de la reconstrucción del Limes romano, destinado a proteger a Roma del asalto de los bárbaros: una línea divisoria entre dos civilizaciones, la demarcación defensiva detrás de la cual siempre aguardaban las legiones. El Limes tenía 874 kilómetros de largo y corría desde el norte del río Rin hasta Regenburg, a orillas del Danubio; la palabra Limes (limes, itis m.) designaba un alineamiento trazado sobre una superficie, después el camino que se construía sobre él y, más tarde, las fortificaciones en los confines del imperio romano. El Limes se estableció al inicio del periodo de los Antoninos (192-138 a.C) y los Flavios (96-69 a.C); el muro de Adriano y la empalizadas en Germania eran una sucesión de incontables fortificaciones. El Limes germánico superior (Limes Germaniae Superioris) constaba en un principio de una cerca hecha a mano, de torres de madera -los puestos de observación- después, y al final de una fosa y un gran muro.

En su Historia de la decadencia y caída del imperio romano, Edward Gibbon narra cómo, durante el reinado del emperador Caracalla (198-217 a.C), "una multitud innumerable de suevos apareció a las orillas del río Meno y en las proximidades de las provincias romanas sobre todo en busca de comida y sustento. Aquellas multitudes apresuradas de emigrantes fueron uniéndose poco a poco en una nación grande y permanente, y puesto que estaba compuesta por tantas tribus diferentes, adoptó el nombre de alamanes o Allmen, que significa 'todos los hombres' en alto alemán". Un imperio que se extendía desde Umbría al Eufrates, de los Cárpatos al Sáhara, no podía sino contar con enormes migraciones de "bárbaros" que acechaban el momento de traspasar el Limes y alcanzar las provincias de Roma. Antes de convertirse en invasiones militares incontenibles, sostiene el historiador F.W. Walbank, los "bárbaros" eran multitudes que escapaban a las hambrunas del norte y luchaban por entrar al imperio, aunque su condición fuese, si lograban sobrevivir, la de esclavos. El Limes romano nunca sirvió para detener los migrantes ni, mucho menos, a los ejércitos bárbaros; se convirtió en un símbolo de la decadencia de la agricultura en las tierras abandonadas.

Estas comparaciones requieren una justificación. Mi primer recuerdo de los mexicanos que pasaban "al otro lado" está inscrito en la palabra "bracero": las fotografías de hombres morenos con sombrero de palma y camisa blanca que se despedían de sus familias. Siempre me pregunté si esa palabra tenía que ver con los brazos de nuestros compatriotas, luego leí en el diccionario: "Bracero: en México, trabajador que emigra temporalmente a otro país". El Programa Nacional de Braceros (1942-1948), 4 millones de trabajadores, solucionó la ausencia de brazos en Estados Unidos; la mayoría de sus jóvenes ya se habían marchado a la guerra. Una de las contribuciones más relevantes al crecimiento de la economía agrícola estadunidense. Al mismo tiempo apareció otro término ominoso: "espaldas mojadas", que tenía ya el tono de burocrática ilegalidad: los que cruzaban nadando el río Bravo para llegar sin documentos a la Tierra Prometida. No obstante, aunque sea para enfrentar las esperanzas de ayer a las realidades de hoy, se me ocurre que valdría la pena comparar a los Gastarbeiter españoles, los trabajadores huéspedes, que conocí en Alemania occidental -en la década de 1960 eran más o menos un millón- con los mexicanos de entonces. La diferencia no radicaba tanto en el género del trabajo como en un cambio en las ideas y las costumbres. Los españoles regresaron todos, no tengo la cifra, a su patria. No hay mexicanos para los que sea una condenación el hecho de serlo, pero la mayoría de nuestros trabajadores vieron en Estados Unidos una elección, no una fatalidad.

Nada sabemos de la migración mexicana en el marco de "la gran migración universal", excepto que nace con nosotros, nuestras necesidades la crean, cambia con los cambios de esas mismas necesidades y redobla su fuerza o desaparece. Muchas veces la migración mexicana nos parece un accidente, un producto fortuito de combinaciones naturales, un desarreglo; ninguna ley, material o moral, la determina. Pero su misma diversidad exhibe una de sus verdaderas causas: el bajo crecimiento económico del país. En su ensayo La gran migración, Hans Magnus Enzensberger escribía hace no menos de 13 o 15 años: "los inevitables conflictos que se desprenden de una migración masiva sólo aumentan cuando el desempleo reinante en los países receptores se vuelve crónico. En los tiempos de pleno empleo, que acaso no vuelvan nunca, se procedió a reclutar a millones de obreros inmigrantes. A Estados Unidos llegaron casi 10 millones de mexicanos, a Francia 3 millones de magrebíes, a Alemania 5 millones de extranjeros, entre ellos casi 2 millo-nes de turcos". A pesar de que la prosperidad se hallaba en su esplendor, el ánimo cambió de signo al aumentar el desempleo estructural; la oportunidad de los inmigrantes en el mercado de trabajo alemán quedó reducida de un modo drástico.

Al cambiar el milenio, según cálculos de Naciones Unidas, de 90 a 120 millones de personas en todo el mundo vivían fuera de sus países de origen. De ellos los inmigrantes económicos legales, por llamarles así, constituyen un grupo entre 25 y 30 millones, mientras la cifra de inmigrantes económicos indocumentados asciende a 57 millones de personas. Por razones humanitarias, cada año se reciben y se reubican entre 170 mil y 350 mil personas, y más de 2 millones solicitan asilo en un país extranjero. En 1998 la cifra de refugiados en el mundo ya ascendía a un total de 17.5 millones de personas.

Cuando se habla de migraciones comienza un baile de cifras y disfraces, sin contrastes ni garantías; los análisis se distorsionan, la interpretación es imposible. Las grandes migraciones no constituyen un fenómeno nuevo en la historia, se remontan a siglos de antigüedad; han estado siempre bajo la influencia de largos procesos históricos; por ejemplo, las olas migratorias de los pueblos germánicos del norte hacia el sur, de lo pueblos árabes hacia Europa. En La era de las migraciones (The age of migration, MacMillan Press, 2002), Stephen Castles y Mark Miller afirman que en los últimos dos siglos y medio más de 350 millones de personas han abandonado su país de origen y se han convertido en inmigrantes. De ellos casi la mitad eran europeos. Pero la dimensión de estos movimientos migratorios, así como sus ritmos, han cambiado. Si entre 1750 y 1940 en todo el mundo emigraron 127 millones de personas, sólo en el periodo entre 1945 y 1990 abandonaron sus países unos 220 millones de personas, un 30 por ciento europeos. Además, los antiguos países receptores se han convertido en países generadores de emigrantes. Y viceversa: países con una larga historia de emigración se han convertido en territorios donde los emigrantes de países distantes y ajenos han decidido comenzar una nueva vida.

La globalización de los flujos migratorios es un hecho incuestionable, tiene lugar en los cinco continentes: no sólo existen migraciones cuantitativas, sino también cualitativas. Hace sólo unas décadas la migración era un fenómeno minoritario y marginal, la guerra fría, al parecer, había detenido los flujos migratorios (1946-1989); ahora son universales y perpetuos. La mayor preocupación en los países prósperos y desarrollados es el control, e incluso la erradicación, de los grupos de migrantes originarios de países pobres y subdesarrollados; flujos que, sin embargo, aumentan cada día, como en el caso de los migrantes mexicanos.

Son muy pocos, en nuestras sociedades occidentales, los que viven y mueren en el mismo lugar en que nacieron. Muy pocos los que ejercen la misma profesión de sus padres y los que mantienen el mismo círculo íntimo de amistades que tenían en la niñez. La emigración de domicilios, de profesiones y de grupos sociales ha dejado de ser una experiencia excepcional en los grupos inmigrantes y abarca a sectores cada vez más amplios de la población, porque las escenas del adiós se repiten con más frecuencia en la vida de todos nosotros. En lugar de emplearnos a fondo en el conocimiento de sociedades posmodernas, de sociedades digitales e igualitarias, reinos de la informática en el corazón de una economía de mercado global, deberíamos mejor hablar de sociedades migratorias en las que el abandono del hogar y de la patria autóctonas significan, creo yo, un precio doloroso, casi universal, que es necesario saldar para sobrevivir en otras latitudes. Son sociedades sometidas a procesos masivos de emigraciones e inmigraciones, que han experimentado un cambio insólito como el cambio migratorio en México: han dejado de ser sociedades autocontenidas y pasaron a ser sociedades en expansión migratoria.

Preguntas ni siquiera capciosas: ¿peligran Estados Unidos o la Unión Europea? ¿Corre el riesgo la civilización occidental de sucumbir frente a la gran invasión de mensajeros de la pobreza y de la desesperación? El batallón de suicidas que cada día presiona por traspasar el Limes romano de nuestros días, ¿son aventureros y maleantes en su mayoría o más bien ciudadanos desesperados? ¿Qué condiciones de vida y qué opresión tienen que haber padecido para caminar cientos de kilómetros por el desierto sin ninguna garantía de supervivencia, meterse en el furgón de los camiones durante días sin asfixiarse, abandonar a sus hijos antes de cruzar el río Bravo o tras la valla de tres metros en Ceuta, España? ¿Son actos de locura insensata o de heroísmo? ¿Nuestra idea de democracia puede tolerar que se construya un muro de mil kilómetros para contener a esos desesperados?

No se puede ver la historia en blanco y negro. ¿Hay razón para creer que la invasión de migrantes -si no la cortamos de raíz- puede arrastrar a Estados Unidos o a la Unión Europea a la miseria colectiva? No lo creo. En definitiva, no es justo utilizar la violencia policial, apostar a los minutemen a lo largo de la frontera, permitirles cazar a los migrantes mexicanos como si fuesen animales. Por lo demás, es innegable que asistimos, en Estados Unidos, a la aparición de los miedos más recónditos después de la barbarie terrorista del 11 de septiembre de 2001. Pero ambos países no necesitan la mutua descalificación, sino el establecimiento de convenios con datos y argumentos reales, con negociaciones que faciliten la vida diaria de nuestros paisanos y, sobre todo, limiten los flujos migratorios. Sin embargo, no con pánicos y prejuicios como los del profesor Samuel P. Huntington, sino con un diálogo más que nunca necesario. Las nuevas leyes migratorias de Washington no concuerdan con los criterios de la democracia estadunidense y de los derechos universales del hombre; antes al contrario, vuelven más difícil cualquier acuerdo bilateral y nos acercan al ocaso del futuro.

 
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