Usted está aquí: domingo 18 de diciembre de 2005 Opinión Bravo, Sergio

Vilma Fuentes

Bravo, Sergio

Corría 1974 cuando María Luisa Mendoza, con su generosidad acostumbrada, me dio el enorme gusto de presentarme con Sergio Pitol durante uno de sus breves pasajes por México. El encuentro tuvo lugar en el patio del Bellinghausen. La plática de sobremesa se alargó toda la tarde entre anécdotas delirantes, imitaciones descriptivas para morirse de risa de algunos conocidos o desconocidos y recuerdos comunes entre Sergio y La China Mendoza. Las carcajadas nos hacían llorar. Fue una tarde espléndida, de ésas que no se olvidan.

A semejanza de los personajes de sus novelas, Sergio Pitol era ya un mito para los lectores de mi edad, y otros mayores. Sus viajes, sus estancias en países cuyos nombres parecían guardar los misterios de Eleusis, su lejanía, su escritura, eran parte de la figura mítica de Sergio.

Volví a verlo varias veces en la ciudad de México durante ese regreso al país. Jovial, juvenil, imaginativo, irónico, profundo, con un sentido del humor que escasas veces he encontrado, incapaz de tomarse en serio, Pitol respondía a todos los vicios y las virtudes que yo esperaba de un imaginario verdadero escritor.

Cuando me despedí de él en México no esperaba rencontrarlo tan pronto. La casualidad, lo que suponemos el azar y no es sino el camino ya trazado que nos toca, rupturas, ganas de respirar otro aire, me trajeron a París en 1975. Sergio era ministro consejero cultural de la embajada (Carlos Fuentes era embajador). Lo fui a ver sin siquiera hacerme la ilusión de que me recibiera más de un cuarto de hora. Me invitó a comer y, para decir la verdad, se ocupó de mi educación como Pygmalion.

Sergio Pitol quedó, desde entonces y para siempre, ligado en mi memoria a mi llegada a París. Me guió, me condujo, me paseó por las calles, las galerías, los restoranes, los bares, las librerías, los jardines -el de Luxembourg con las estatuas de las reinas de Francia o la evocación de Víctor Hugo en Los miserables-, los mercados, las boutiques, los bouquinistes, el Louvre, otros museos. Me llevó a caminar por la rue de Seine, donde, en la esquina con la calle Visconti, me dijo: "Mira, la mujer chaparrita, allá, es Anaïs Nin. Eso es París, un bombardeo cultural y una serie de encuentros inencontrables". Dudé, pues Sergio acababa de contarme cómo había hecho creer a otra persona que, en un cine, el difunto Lubitch estaba presente, unas filas de asientos atrás. De haber conocido entonces la anécdota, habría podido ralatársela: durante una comida "Chez Lipp", Jacques Bellefroid señala a Ionesco que, a otra mesa, está sentado un hombre que se parece al escritor y diplomático Claudel (muerto varios años antes). El autor de La cantante calva responde: "No se parece, Jacques, es él; vamos a saludarlo". Y lo hicieron. Ante la estupefacción del desconocido tratado de "señor embajador".

Con el paso de las semanas, Sergio Pitol y yo terminamos por no dejarnos de ver cada día, por las tardes, las noches, algunas madrugadas. Imaginamos, hablamos y jugamos (la Merteuil parecería una ingenua comparada con nuestros juegos). De alguna manera me enamoré de Sergio, o de su espíritu.

Algunos años después de que Sergio se fuera de París, recibí una novela suya (a la que respondí con una carta abierta en el suplemento Sábado, dirigido por Fernando Benítez). En la dedicatoria, Pitol me dice que estoy presente en ese libro. Parte, grande o ínfima, qué importa, de uno de sus personajes. Como él de los míos, en Gloria, en Flores negras, fragmentado, aquí y allá, pero presente siempre.

Por eso me da tanto gusto que le hayan otorgado el Premio Cervantes. No puedo dejar de imaginarme cómo nos reiríamos del matiz verde que han debido adquirir las caras de algunos amigos al saber la noticia y precipitarse para hacer el elogio de Sergio.

La escritura de Pitol, más allá de su cosmopolitismo, es un gran intento para descifrar la pasión. Y, puesto que él mismo afirma que hay poca imaginación en sus libros, a la manera en que Oscar Wilde aseveró que puso todo su genio en su vida y sólo su talento en la escritura, podría decir que Sergio ha puesto su magnífica imaginación entera en su vida y sólo su genio en su escritura.

[email protected]

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.