Usted está aquí: sábado 17 de diciembre de 2005 Opinión Strauss en el Colón

Juan Arturo Brennan

Strauss en el Colón

Buenos Aires. Para cualquier melómano, sobre todo si es latinoamericano, el Teatro Colón de Buenos Aires es un hito indispensable. Y para el melómano con suerte, el poder asistir a la ópera en el Colón durante la primera visita a la capital argentina es ciertamente una ocasión para recordar. La ópera en cuestión es Capriccio, la última de las que compuso Richard Strauss, y su representación en el escenario referido está puesta en contexto con la exhibición, en el vestíbulo del teatro, de diversos objetos que relacionan a Strauss con esta añeja y tradicional casa de ópera: bocetos de vestuario y escenografía de la producción, ejemplares de programas de los años 20, dirigidos aquí por Strauss con su música (Salomé, Electra, Don Juan, Muerte y transfiguración), fotografías del compositor.

Todo el ambiente que se percibe en el hermoso Teatro Colón indica con claridad que se trata de un espacio de teatro y música en el que la pátina no es sólo del tiempo, sino también de una historia musical rica, larga y trascendente. Si bien el exterior del Colón está en reparación, su impresionante interior está en buen estado de conservación. Desde los primeros acordes de la Orquesta Estable del Teatro Colón (dirigida con prestancia y habilidad por Stefan Lano), es evidente la excelente acústica del teatro, percepción que se confirma con la manera en que se proyectan y difunden las voces de los cantantes.

Esta ópera postrera de Strauss es particularmente interesante por lo mucho que tiene de auto-referencial. En efecto, no sólo se trata de una ópera cuyo tema es la ópera (en particular, el omnipresente conflicto entre música y palabra), sino que Strauss, en complicidad con su co-libretista Clemens Krauss, aprovecha la ocasión para parodiarse un poco a sí mismo y, de manera más importante, para poner en el escenario una polémica que va más allá de lo planteado mucho tiempo antes por Antonio Salieri en Prima la musica, poi le parole, refiriéndose con agudeza a algunas de las lacras y vicios que han caracterizado a la ópera desde que a los miembros la Camerata Florentina se les ocurrió hacer teatro con música a la usanza clásica. (No está de más recordar, en este sentido, de que así como Claudio Monteverdi designó a su genial Orfeo como favola in musica, el Capriccio de Strauss es una "pieza de conversación para música en un acto"). Sin embargo, Strauss utiliza Capriccio también para alabar las virtudes del género y, como sus personajes, trata de hallar un justo medio en el asunto.

El reparto de esta puesta de Capriccio en el Colón (que representa, por cierto, su estreno en Sudamérica) fue totalmente argentino, encabezado por Hernán Iturralde como el poeta Olivier y Gabriel Renaud como el compositor Flamand, respectivamente, y por Virginia Correa Dupuy como Madeleine, la dama a la que cada uno quiere seducir con su propio arte. En el contexto de esta pugna, resultó más convincente en lo vocal y lo actoral la presencia de Hernán Iturralde frente a la de su contrincante, y si bien la dirección de escena de Wolfgang Weber (repuesta por Florencia Sanguinetti) fue discreta en lo que se refiere al énfasis de las puyas y sarcasmos que se lanzan los protagonistas, fue exitosa en su componente humorística gracias a la presencia de Mónica Philibert y Ricardo Cassinelli como un par de delirantes divos italianos.

Entre los momentos particularmente logrados de esta puesta destaco tres: el trío de Madeleine, Olivier y Flamand con el que se da vida a la síntesis de las artes (la poesía de Olivier puesta en música por Flamand), el extenso monólogo de La Roche (realizado con convicción por Sergio Gómez) en el que prefigura una ópera ideal, y la escena final de la obra, en la que Virginia Correa Dupuy hizo valer su presencia vocal, siempre ascendente hacia las últimas páginas de este Capriccio. Antes, en el extenso interludio que antecede a la escena final, la orquesta del Colón mostró sus cualidades de empaque y labor de conjunto, destacando la presencia de un primer corno de alto nivel, siempre indispensable cuando se trata de la música de Richard Strauss, hijo de un eminente cornista.

La puesta en escena conserva la componente rococó de la concepción original de la obra, pero marcada por una bienvenida discreción que evita el exceso de oropel y bisutería, gracias a la escenografía y el vestuario de Marcelo Salvioli. Igualmente, la iluminación de Rubén Conde evade el cliché del estilo de comedia de Hollywood, proponiendo en cambio ámbitos visuales delicadamente graduados. En síntesis, un Capriccio argentino de muy buen nivel profesional en todos sus aspectos.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.