Usted está aquí: sábado 17 de diciembre de 2005 Opinión Sobre la neutralidad del Estado

Ilán Semo

Sobre la neutralidad del Estado

En la mayor parte del siglo XX, la historia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) es ominosa. En los años 20 su posición frente a la sociedad no se halla necesariamente definida. Las luchas entre caudillos, la emergencia de organizaciones civiles, la politización de las mentalidades crean espacios en los que puede explorar atisbos de autonomía y ejercicio racional del derecho. Entre 1928 y 1934 el Maximato cancela esta opción. Si la Constitución de 1917 preveía un régimen fundado en la división de poderes, la garantía de las libertades civiles y la representación democrática, el Callismo produjo un orden sostenido en sus antítesis: la verticalidad de la Presidencia, el colapso del pluralismo político y la imposibilidad de la tolerancia.

Las elecciones de 1934 inauguraron el "carro completo": el Poder Legislativo quedó en manos exclusivas del Partido Nacional Revolucionario, y el Poder Judicial en las de la Presidencia. De la crisis de 1935, protagonizada por Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas, lo que resulta es un orden patrimonial, corporativo, basado en la supresión del equilibrio de poderes y en la anulación de las posibilidades de construir un tejido democrático que regule las relaciones entre la ciudadanía y el mundo de las instituciones. En otras palabras: surge un Estado incapaz de asegurar su propia neutralidad frente a los intereses encontrados que definen a la sociedad.

La colusión entre la Presidencia -o mejor dicho: el presidencialismo- y el Poder Judicial facilitaron, inclusive aceleraron, la formación de ese Leviatán que acabamos llamando el "sistema político mexicano". Al viraje corporativo que inaugura el cardenismo le resisten múltiples voces y franjas civiles: universitarios, organizaciones sociales, intelectuales, partidos políticos legales e ilegales, otros caudillos. Obligan a Cárdenas a ceder. Pero lo que asombra en los años 30 es la docilidad del Poder Judicial. No hay en esa historia de la Judicatura una voz, una conciencia mínima que intente, así sea soslayadamente -nada que haga honra a los jueces, que defina los atributos y la fuerza del cuerpo jurídico- resguardar la autonomía de la procuración de justicia.

Después seguirá una historia triste: 1948, 1958, 1965, 1968 son fechas memorables y amargas en el pasado político del país. La disidencia obrera y la magisterial. Campesinos, médicos, estudiantes resisten la emergencia de lo que acabó siendo la consolidación de un poder que administraba la justicia en función de requerimientos estrictamente políticos. Los juicios contra Valentín Campa y los ferrocarrileros en 1948; contra Valen- tín Campa (otra vez), Demetrio Vallejo, los ferrocarrileros y los maestros en 1959; contra Ramón Danzós Palomino, contra la disidencia médica a mediados de los 60, y finalmente el inverosímil espectáculo jurídico emprendido contra los presos de 1968 hacen imposible olvidar ese nivel subcero de la cordura jurídica que distinguió a una Corte ya dominada por la tradición de los vicios jurídicos que caracterizaron al sistema político. El más obvio y grave: la disipación de las fronteras entre las esferas de los jurídico y lo político.

El año 2000 abrió posibilidades inéditas para dejar esta historia atrás. La emergencia de un orden que todavía busca su racionalidad democrática, la pluralidad de la opinión pública, la beligerancia de la prensa, el debilitamiento del presidencialismo, crearon condiciones insólitas para emprender una reforma del Poder Judicial. La tarea consistía en transformar las instituciones jurídicas en instancias efectivamente neutrales frente a la polarización política que supone todo reorden democrático, premisa indispensable para asegurar una condición aún más esencial: la de la neutralidad del Estado en su conjunto.

Pero es obvio que se pueden diseñar y rediseñar las instituciones que se quieran: mientras las mentalidades perduren, las prácticas serán las mismas. Las declaraciones -es decir, las lecciones- del ministro presidente de la SCJN, Mariano Azuela, sobre el fallido desafuero que él mismo y la Presidencia intentaron imponer a Andrés Manuel López Obrador hablan de las dificultades que ha enfrentado esa reforma. En marzo de 2004, una vez más como sucedió a lo largo de todo el siglo XX, hizo lo que todos sus predecesores habían hecho por inercia o por convicción: desayunar con el Presidente para acordar cómo podían hacer a un lado al principal contendiente a la Presidencia. Ese encuentro bastaba para que el pleno de la SCJN emprendiera una investigación sobre su propio presidente, y acaso llegar inclusive hasta exigirle su renuncia. Pero no. El proceso siguió hasta que la respuesta civil estuvo a punto de traducirse en una crisis política.

Vicente Fox resolvió políticamente lo que había comenzado como un juicio político. Y Azuela se lamentó de ello en estos días. Lo más deprimente de esta historia es que en vez de que la SCJN sea recordada en su desempeño durante estos años de infancia democrática, por un juicio contra la corrupción o contra los dictados de la complicidad, los grandes males del viejo régimen, pasará a los márgenes de la memoria como la otra chanza de la broma (o no) del "compló".

 
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