El mago estadunidense deleitó al público con su planteamiento de show honesto
David Copperfield renueva la capacidad de asombro en el Auditorio Nacional
Ampliar la imagen David Copperfield mantiene atento a su p�o durante su presentaci�
En días en que prácticamente ya nada nos es extraño y al estilo de los grandes -siendo que él es uno de ellos-, David Copperfield devolvió la noche del martes la capacidad de azoro a varios miles de asistentes al Auditorio Nacional, al hacer una escala de su gira mundial.
De la pluma de una grúa a las soleadas playas de Filipinas y de regreso a las cómodas butacas del recinto de Chapultepec, dejando escurrir un puño de fina arena de mar como constancia de la fugaz visita al paradisiaco sitio del Pacífico, a la desaparición de un pato a la vista de los ahí presentes y su aparición inmediata en una cubeta distante y, como colofón, el traslado de 15 voluntarios del escenario a la parte intermedia del graderío en otro abrir y cerrar de ojos.
Copperfield (nombre también de ilusión, tomado obviamente del cuento de Dickens), cuyo apellido en la vida civil, es Kolkin, deleitó a la concurrencia con sus fantásticos actos de ilusionismo que, si no transparentes, pues perderían todo fin, son honestos por la forma de plantearse y ofrecerse.
Las posibilidades de la técnica
Los actos de Copperfield no dejan lugar a dudas de que, a la par, o quizá sobre ellos -pues el presente ofrece, en comparación con el ayer, múltiples posibilidades técnicas para el truco-, lo sitúan en el Olimpo junto a los nichos de Thurston, Kellar y, desde luego, el gran Houdini, de quien el neoyorquino es buen émulo, pues el martes escapó de estar aprisionado por un pesada hoja de acero en cuestión de segundos.
Actos que le han costado ya lesiones, como hace ya 20 años, cuando lal lastimarse por escapar de un tanque de agua donde esta encadenado quedó confirnado a una silla de ruedas. Y, si de escapes se habla, no hay que olvidar que es uno de los pocos que han librado los muros de la prisión de Alcatraz. Y si se mencionan muros hay que tener presente su asombroso cruce a través de la milenaria Gran Muralla.
El repertorio de este cincuentón que abandonó la universidad a las tres semanas de comenzar el curso para dedicarse de lleno a la magia -pasatiempo que escogió dado lo que una vez se pensó que sería un gran obstáculo en su vida, un increíble retraimiento- es amplio. Cada truco le lleva unos dos años de investigación y construcción.
Sin duda el más caro de los que ha hecho es la desaparición de la Estatua de la Libertad, en Nueva York, chiste que le costó poco más de medio millón de dólares y por el cual tuvo que solicitar permiso a la Casa Blanca, ocupada entonces por otro hombre del espectáculo, el mediocre actor Ronald Reagan.
La colección de este Caballero de las artes y las letras, título que le fue conferido por el gobierno francés, incluye artilugios adivinatorios de números y nombres, casos en los que podrían darse por sentado que hubo arreglo previo, y la aparición del Lincoln Continental convertible 1948 -el sueño del abuelo que se opuso a que ejerciera la magia-, que por arte de idem se aparece o cae de las alturas del proscenio.
En fin, que el show de la Gran Ilusión, como publicitariamente se le conoce, asombra a propios y extraños como ocurrió ya en China, donde hace cuatro años, en su presentación, Copperfield tuvo la oportunidad de abrir un teatro; como quien dice, les vendió paletas a los esquimales.