Editorial
El parámetro canadiense
La caída del gobierno de Paul Martin en Canadá constituye un punto de referencia sobre los usos democráticos en general y, en particular, para sus socios en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), los gobiernos de Estados Unidos y México. Como es sabido, el primer ministro liberal hubo de separarse del cargo tras perder una moción de censura en el Parlamento, en el que tres formaciones opositoras conservadores, nuevos demócratas y los separatistas quebequenses abrumaron a los oficialistas por 171 votos contra 133. La mayoría de legisladores considera que el Partido Liberal "ha perdido autoridad moral para gobernar" a raíz de los casos de desvío de fondos que datan de finales de la década pasada. Aun cuando Martin fue exonerado en lo personal de todo cargo, los escándalos adquirieron tal peso político que impidieron a su partido mantener el poder. Adicionalmente, los nuevos demócratas reprochaban al gabinete de Martin la planificación de privatizaciones indiscriminadas en el sector salud.
El resultado de la votación parlamentaria era esperado desde semanas atrás, y resultaba lógico e inevitable en la lógica de la transparencia y la rendición de cuentas. Independientemente del curso judicial que sigan las pesquisas por los casos de corrupción, resultaba evidente, en esa misma lógica, que la permanencia del Partido Liberal en el gobierno no garantizaba la realización adecuada de las investigaciones.
Ante el episodio, es inocultable el contraste entre la operación institucional canadiense y la de sus socios del TLCAN, dos gobiernos acosados, cada uno en su ámbito y en escalas distintas, por diversos y abundantes señalamientos de corrupción. Sin desconocer las diferencias entre el sistema parlamentario y la estructura presidencial que impera en Estados Unidos y México, ni las diferencias de desarrollo, cultura y momento histórico entre las tres naciones, los paralelismos resultan inevitables. En el caso del país vecino, los escándalos financieros, corporativos y políticos han sido una constante en los cinco años que George W. Bush lleva en la Casa Blanca. A las quiebras fraudulentas de consorcios energéticos y de telecomunicaciones (Enron, MCI) siguió una utilización criminal del poder público para crear, mediante la invasión, destrucción y ocupación de un país y la muerte de decenas o centenas de miles de inocentes, oportunidades de negocio a empresas cercanas al entorno presidencial, con Halliburton a la cabeza. En el curso de esa aventura el gobierno de Bush ha fabricado mentiras descaradas, violado las libertades individuales y los derechos humanos y llevado la institucionalidad estadunidense por un sendero de autoritarismo y corrupción difícilmente imaginable hasta la década pasada. Políticamente cercado, y confrontado, además, por la insensibilidad y la venalidad que exhibió en su respuesta a la emergencia causada en Nueva Orleáns por el paso del huracán Katrina, Bush permanece, sin embargo, en la presidencia, y es incierta la perspectiva de desalojarlo de ella mediante procesos legales.
En el caso de nuestro país, la administración que encabeza Vicente Fox ha sido también pródiga en escándalos; de hecho, la llegada al poder del actual grupo gobernante tuvo como correlato los nunca aclarados fondos con que operó Amigos de Fox, y a unos meses de ocupar Los Pinos el entorno presidencial dio de que hablar por sus excesos faraónicos en gastos suntuarios con cargo a las finanzas de la nación. Luego siguieron, entre muchas otras cosas, la implicación de diversos panistas en delitos federales graves (Sergio Estrada Cajigal, Luis Eduardo Zuno Chavira y otros), las dudosas cuentas de la Lotería Nacional y el Fondo Nacional de Desastres (Fonden), la persistente corrupción en los altos niveles directivos de Pemex; los oscuros tratos mediante los cuales el ex secretario de Gobernación Santiago Creel otorgó permisos para instalar casinos a filiales de Televisa, los favores institucionales a la fundación Vamos México de Marta Sahagún, esposa del mandatario, y, sobre todo, las sospechas en torno a los negocios inmobiliarios realizados por un hijo de ésta, Manuel Bribiesca Sahagún, en los que podría haber operado un tráfico de influencias en gran escala.
A diferencia de lo ocurrido ayer en Canadá, la perspectiva de una crisis institucional o de un final anticipado de la presidencia actual no es, ciertamente, un escenario deseable en México. Cabe demandar, en cambio, que el Ejecutivo federal actúe, en lo que resta de su mandato, con un sentido republicano y cívico, lo que implicaría suspender las virulentas descalificaciones a quienes señalan acciones dudosas y posibles indicios de corrupción en la administración pública, cesar cualquier práctica que parezca o sea encubrimiento de integrantes del círculo presidencial, y dejar de poner obstáculos al esclarecimiento de los destinos del dinero público. Se requiere, en suma, que la Presidencia de la República convierta en hechos concretos los propósitos hasta ahora meramente discursivos de transparencia y rendición de cuentas.