Usted está aquí: martes 29 de noviembre de 2005 Opinión Francia: las palabras del fuego

José María Pérez Gay /II

Francia: las palabras del fuego

Ampliar la imagen Imagen captada ayer en calles de Par� desde que comenz� temporada de fr�se ha reportado la muerte por hipotermia de seis indigentes en la capital francesa FOTO Reuters Foto: Reuters

A principios de mayo de 1993 comencé a traducir Perspectivas de guerra civil, un ensayo de Hans Magnus Enzensberger, el poeta y crítico alemán. Por un momento me sentí harto de razonamientos, de conceptos, de decretos, de discusiones, de filosofías germánicas. Nunca ha sido fácil traducir a un escritor como Enzensberger, su aparente sencillez es casi siempre una trampa. Por ese entonces no podía imaginar que Perspectivas de guerra civil iba a convertirse, en 2005, en uno de los espejos de la realidad. A principios de 1992, Hans Magnus Enzensberger escribía que toda comunidad, incluso la más opulenta y pacífica, produce nuevas y concretas desigualdades, agravios al amor propio, injusticias y frustraciones de todo género. En la misma medida en que aumentan la igualdad y la libertad formales de los ciudadanos, se incrementan también sus reivindicaciones y sus luchas. Si no se cumplen, los agravios renacen en todos ellos.

Enzensberger define la guerra civil molecular como una guerra que sucede en las metrópolis; las cruentas guerras de bandas en los guetos estadunidenses resultan incomprensibles si las examinamos con ayuda del concepto de la lucha de clases. "Ni siquiera pueden explicarse por la oposición entre blancos y negros", escribe, "pues las víctimas de asaltos, pillajes y asesinatos son en su gran mayoría los mismos negros." Por ese entonces, Enzensberger se dio cuenta de que la revuelta de Los Angeles, en 1992, no se dirigía contra las mansiones de los barrios ricos; los delincuentes incendiaron ante todo instalaciones de su propia comunidad, entre ellas la librería más antigua de Estados Unidos, administrada por afroestadunidenses, así como la oficina del político local más enérgico y militante que argumentaba en favor de los afroestadunidenses. En las luchas entre bandas, escribe el poeta alemán, siempre son los perdedores quienes disparan contra otros perdedores, los desdichados contra otros desdichados.

De este modo cualquier vagón del metro puede convertirse en una Bosnia en miniatura. "Ya no hacen falta judíos para llevar a cabo el pogrom, ni contrarrevolucionarios para consumar la limpieza étnica. Basta con que alguien prefiera otro equipo de futbol, y que su tienda de comestibles funcione mejor que la de enfrente, que vista de otro modo, que hable otra lengua. Cualquier diferencia -dice Enzensberger- se convierte en un riesgo mortal".

El honor de los guerreros civiles comienza cuando se dan cuenta de que su verdadera vocación es la derrota, nunca han imaginado alcanzar victoria alguna. Enzensberger transcribe con una lucidez casi profética el informe del sábado 21 de noviembre de 1992, de un trabajador social francés en los suburbios de París: "Las bandas han acabado destruyéndolo todo: los buzones, los portales, las escaleras de las casas, las habitaciones. Han arrasado y expoliado la policlínica en la que están tratando de forma gratuita a sus hermanos y hermanas menores. No aceptan norma alguna. Hacen añicos los consultorios médicos y dentistas, y también destruyen sus propias escuelas. Cuando les construyen un campo de futbol, deciden talar los maderos de las "porterías", levantar el césped, destruir las tribunas, prenderle fuego a los vehículos de los jugadores". En el transcurso de 13 años (1992-2005), las bandas se han apoderado de la periferia de París, la guerra civil molecular francesa ha logrado avances notables, victorias que jamás habría soñado.

La ideología de los jóvenes franceses, y de los inmigrantes argelinos, magrebíes y subsaharianos, que han destruido cientos de miles de vehículos y un centenar de edificios públicos, se resume en la consigna de un grupo marsellés de rap, NTM -las iniciales corresponden en francés a la expresión "me cojo a tu madre"- que hace diez años proclamaba la única solución: "hay que prenderle fuego a todo, hay que incendiar las ciudades". Detrás de las llamas no hay nada, sólo llamas. "No tenemos palabras para explicar lo que sentimos", como repetía uno de tantos jóvenes después de los incendios en Seine-Saint Denis, "sólo sabemos hablar con el fuego". Las imágenes tanto de la guerra civil molecular como de la macroscópica, se parecen hasta en el más mínimo detalle. El comienzo es incruento, los indicios inofensivos. La guerra civil molecular, anota Enzensberger, se inicia de forma imperceptible, sin movilizaciones masivas, como en la banlieue parisina de las últimas semanas, como hace un mes en Rose des Vents o en Aulnay-sous-Bois, la basura se acumula en las calles, las paredes se cubren de grafitis monótonos -"cuyo único mensaje es el autismo: evocan un Yo que ya no existe"-, las escuelas amanecen un día con el mobiliario destruido, el excremento sale por los excusados, los patios apestan a mierda y orina, unas sombras prenden fuego a las bancas y los pizarrones. En el gueto se consuelan por las noches: incendian los neumáticos en las calles, destruyen los teléfonos públicos, revientan los ventanales de los almacenes y, de pronto, aparecen los primeros automóviles que se consumen en llamas. El mejor punto de partida histórico: el significado de la palabra banlieue (periferia): durante el siglo XVII, el rey de Francia expulsaba -del verbo bannir- a la periferia de un lugar (lieu) a los súbditos que consideraba peligrosos, a los sediciosos, los miserables, los asesinos y los leprosos.

El desempleo en Francia no ha alcanzado las cifras que tiene el desempleo en Alemania, pero suma 9.9 por ciento de la población activa, la muy grave situación en los suburbios llega a 20.7 por ciento, y 26 por ciento en el norte de París. "El verdadero conflicto no es la explotación", anotaba hace 13 años Enzensberger, "sino la exclusión y el confinamiento en los guetos, y lo más grave: la sociedad ya puede prescindir del trabajo de los excluidos, se han convertido en seres superfluos". En la realidad, en la historia, cada vez que un individuo se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde las otras; no así en el ambiguo tiempo de la rebelión nihilista de los adolescentes franceses, que se parece al de la esperanza y el olvido. Los jóvenes de la banlieue en estas semanas son, al mismo tiempo, vencedores y vencidos, y esa ondulante imprecisión, esa temible incertidumbre, es la extraña materia del continuo real-virtual en el que viven: por un lado la derrota, los garrotazos de los policías y la cárcel; por el otro, la victoria de las imágenes, los videos de los miles y miles de autos incendiados y la odisea de la destrucción. Enamorarse de la violencia es crear una religión cuyo dios es falible. Así, con dos posibles soluciones, los jóvenes de la banlieue nunca aceptarán la paz social, la guerra civil molecular será por un tiempo su modus vivendi.

Las interpretaciones que he enumerado son, sin duda, atendibles, justifican con bastante rigor los rasgos inciertos de esta rebelión adolescente y nihilista. Mientras las antiguas utopías políticas y artísticas ya han desaparecido, los fundamentalistas de la modernidad se imaginan los únicos pobladores del planeta. Entre sus profetas se cuentan sobre todo los agentes de los medios de comunicación, los consorcios de publicidad, el inquebrantable prestigio de los comentaristas de los grandes canales de televisión, los nuevos jueces de la moral social. Pero lejos de estos fundamentalistas se han extendido también muchos sentimientos de duda entre los empresarios más inteligentes, entre los teóricos y prácticos de la economía -Joseph Stiglitz, por ejemplo-, todos ellos enfrentan las promesas de la globalización de la economía con una sensación de perturbadora sospecha. La creciente aceleración de los mercados aumenta las asincronías, los progresos vertiginosos de la integración de capital dejan atrás un enorme número de personas, individuos que nunca podrán integrarse al mundo del trabajo, los que viven del seguro de desempleo en la economías ricas y desarrolladas.

Hans Magnus Enzensberger afirma que los animales luchan entre sí, pero no hacen la guerra. El ser humano es el único primate, escribe, que se dedica a matar a sus congéneres en forma sistemática, a gran escala y con entusiasmo. Una de sus invenciones más importantes es la guerra; la capacidad de concertar la paz es acaso una conquista posterior. En efecto, desde el 3600 aC hasta finales del siglo XX el número de guerras documentadas asciende a 18 mil 351, vale decir: los seres humanos no han disfrutado durante ese vasto periodo de más allá de 292 años de paz. En el transcurso de 3 mil 357 años se firmaron unos mil 832 tratados de paz, sin que ninguno subsistiera, contra lo pactado, más de diez años. Desde la última Gran Guerra, que costó 19 millones de vidas militares y 37 millones de civiles, las cosas han cambiado.

"Las más remotas tradiciones de la humanidad", escribe, "sus mitos y leyendas de héroes suelen girar en torno a homicidios y asesinatos." Pero la naturalidad de las armas, la quijada del burro o el arco y la flecha, no fue el único motivo que nos llevó a combatir cuerpo a cuerpo; desde una perspectiva síquica resulta más satisfactorio descargar el odio contra un individuo conocido, vale decir: contra el hermano o el vecino más próximo. Enzensberger concluye que "la guerra civil" no sólo es una costumbre ancestral, sino la forma primaria de todo conflicto colectivo. Su descripción clásica, la Historia de la guerra del Peloponeso, se remonta a unos 2 mil 500 años (431-404 aC) y todavía no ha podido ser superada Tucídides escribe: "La guerra fue un suceso trágico, el parteaguas de la historia, el final de la confianza, el comienzo de una época sombría. Fue una guerra fratricida de una brutalidad sin precedente, se violaron los códigos que habían imperado en las batallas griegas, destruyeron la delgada capa que separa la civilización de la barbarie. La sensación de fracaso, la ira incontenible y el deseo de venganza aumentaron las atrocidades entre hermanos, tales como la mutilación y el asesinato de los prisioneros, la muerte por sed, hambre e insolación. Los arrojaban a los pozos y al mar para que se ahogaran", escribe Tucídides. "Bandas de malhechores mataron a niños inocentes en edad escolar, se incendiaron ciudades enteras, asesinaron a los hombres, vendieron como esclavas a las mujeres y a sus hijos. El imperio del odio se impuso en el Peloponeso." Nadie hubiera podido predecir que una disputa doméstica en Epidamno, una lejana ciudad en los límites del mundo helénico, llevaría a la ruptura de la Alianza Espartana, a la devastadora y terrible guerra del Peloponeso, una acumulación de guerras civiles moleculares, que merece, desde la perspectiva de los griegos del siglo V, considerarse como una guerra mundial, un suceso ecuménico que tuvo las consecuencias que la Gran Guerra de 1914-1918 tuvo para los europeos. La globalización helénica desapareció en unos años. La guerra civil molecular no es eterna, los griegos lo sabían, pero su amenaza es permanente.

 
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