Palomo onduló el aire
Palomo, toro de regalo, onduló la brisa de la Plaza México y fue paseado en señal de triunfo a su muerte. Bravo de encastada nobleza, fijo, literalmente planeaba sobre el eje de su matador. Hilando se fue tejiendo un capote, en espera de unas verónicas y una media que lo acariciaran en meceo, que no llegaron, no podían llegar. En la plaza resonaba al morir la copla del canto bravo de un torillo con lo que hay que tener: la muerte enlazada a la belleza. Nobleza en su mirar que hablaba de emoción torera que contagió a su joven matador, Sebastián Castella.
El toro de Xajay que llegó en buena hora después de aburrida corrida, salvada en momentos por el valor y dos estoconazos de Angelino. La encastada nobleza de Palomo, disparadora de acercamientos y búsqueda de un arrullo de cuna, acometedor ante cualquier movimiento. Concierto torista ejecutado en la tarde noche, desapacible y fría.
Palomo, de Xajay, orgulloso de su embestir con la cara humillada, abriendo surcos curvos en el redondel en fina escritura, a la que Sebastián Castella siguió. Toreándolo al son del toro. No fue posible verlo en el caballo al ser pasado sin picar. Castella se emborrachó de torear. Lástima, porque ante una faena singular, ya hecha, se calentó y siguió toreando hipnotizado por el son del toro hasta terminar por emborrachar a los aficionados y dejar caer un triunfo grande que llevaba la solera de un Chateau Lafitte.
En la ganadería las vacas lo esperarán en sueño voluptuoso, ¿cómo las habrá acariciado con el acometer bravo y arrullante de sus pitones? Lo mismo tiernos que fieros, mortíferos que bellos. Pitones acariciadores que llevaron a Sebastián Castella a prolongar una faena que había sido llena de frescura, clásica, bien hecha, bien rematada y terminó por dar la impresión de que el torito era un bombón inofensivo con el que jugaba al toro, restándole emoción a su quehacer ¡Ya aprenderá a rematar sus faenas!