La ley bajo la lupa de los museos: ¿cuál es la prisa?
Hay más de mil museos en el país: ricos, pobres, grandes y pequeños; privados o públicos, comunitarios y mixtos; unos en el centro, otros en la periferia; algunos con presupuesto y muchos con miserias. Unos son museos, otros apenas colecciones en exhibición.
Hoy, el museo no sólo conserva, investiga, exhibe, educa y difunde: experimenta, dialoga, construye puentes, reflexiona, asiste y también genera riqueza: se diversifica tanto, y como cualquier patrimonio hoy es susceptible de ser museificable. A la par, perdemos patrimonio a diario que no cuenta con protección. El museo vive una apertura competitiva y el ingreso de especialidades, producto del impacto tecnológico. Reconocer al público como factor que conduce su gestión, obliga a atender segmentos (personas con capacidades diferentes, madres solteras, jóvenes, etcétera) hasta hace poco considerados público general.
Se viven situaciones de gran intensidad, como la recepción de giga exposiciones: Faraón, España medieval. El museo como fenómeno de masas, con cientos de miles acudiendo a ver una muestra: al cierre de Faraón, un mitin de quienes exigían, a media noche, se les dejara entrar. La organización o recepción de exposiciones internacionales se consolida como mecanismo útil ante negociaciones económicas o comerciales, sin que ello resulte en beneficios permanentes que fortalezcan a los museos que las reciben y, también, padecen.
Del exterior surgen demandas en busca de respuestas: por ejemplo, el mainstream de los museos de Los Angeles, California, (LACMA, Getty, etcétera) organiza reuniones con nuestros museos para sensibilizarlos ante la inocultable presencia de un público mayoritario (de origen mexicano), hasta hace poco olvidado por la oferta de esos espacios: ahora caen en cuenta de que no poseen acervos para ello. Mientras tanto, las bodegas están atiborradas de objetos nunca vistos por el público.
Sobre todo ello no hay un diagnóstico. Hay datos, pero no ha habido profundidad en el análisis y reflexión. Este diagnóstico, imprescindible a escala nacional, sería recomendable se elaborase -para evitar espejismos- bajo una mirada que parta desde abajo y de la periferia: comunidad, municipio, regiones y estados. Necesitamos reflexionar sobre todo ello y contrastarlo con decisiones de ayer que los siguen afectando. Un ejemplo de ello fue la política de descentralización a toda costa que se llevó a cabo en los años 80 y 90, que se aplicó sin que se haya meditado, si no hubiese sido más útil considerar primero, a la cultura como política de Estado y legislado en consecuencia (el derecho a la cultura, etcétera). Ello significó para algunas entidades de la República que tuvieron una relativa bonanza, el recibir y administrar museos antaño con participación federal. Pasado el auge y 30 años, éstos se encuentran, con excepciones, en estado precario, sin presupuesto ni estructuras orgánicas coherentes, sin visos de salir al paso. Caso patético: un museo histórico, abierto al público, sin exposiciones qué mostrar, pero con una gran tienda Educal abierta de par en par.
Hasta 2005 fui presidente de la Asociación Mexicana de Profesionales de Museos, fundada por un centenar de colegas. Sin que mi opinión represente, ni mucho menos, una visión compartida por este gremio sui generis, multidisciplinario, creo que gran número de ellos estará de acuerdo en que la autonomía de gestión permitiría un mejor desempeño del museo y que sería la base para una adecuada atención de sus públicos; que se requieren mecanismos acotados de participación (sociedades de amigos, patronatos, consejos académicos, etcétera); que no contamos con instrumentos de diagnóstico y evaluación concebidos como palancas de desarrollo y no sólo, como parece perfilarse, un estrecho esquema de evaluación cuantitativa que castiga y retira subsidios; tendencia esta, propia de una democracia sin contenidos. Se necesitan sistemas de evaluación y estructuras que ayuden a horizontalizar su vida interna, a crear contrapesos y planificar a largo plazo, lo que equivaldría a legitimar su gestión social y mejorar sus servicios.
La reflexión puede extrapolarse al conjunto de las instituciones de cultura. La lectura de la iniciativa de Ley de Fomento y Difusión de la Cultura (la filtrada y la del Ejecutivo; hijo de tigre, pintito) muestra que aprobarla no contribuirá a mejorar lo dicho, pues centraliza más y deja en el Ejecutivo decisiones que deberían compartirse. En ninguna parte se sustenta por qué es un órgano que supedita y no una figura autonómica que favorezca.
Los recientes monólogos sobre el tema muestran desde pensamientos escalafonarios, defensa de cuotas de poder, intereses personalísimos que juegan en tres bandas y que se anteponen a una reflexión profunda, hasta iniciativas que por su valor bien podrían formar parte de una propuesta más integral, por lo que me pregunto: ¿será el momento para que sin diagnósticos ni mecanismos de debate y reflexión, a partir de éstos, el Congreso deba legislar ahora en la materia? Si la sensatez impera en legisladores y autoridades -incluida la Secretaría de Educación Pública, avestruz que sumerge la cabeza- nos pondremos a elaborar un diagnóstico certero y a evaluar las limitaciones de estructuras y leyes (incluida la del 72), antes de que se considere consolidar y constreñir el aparato cultural burocrático a marcos que ya dieron de sí, de otra manera, como se explica: ¿cuál es la prisa?