Usted está aquí: martes 22 de noviembre de 2005 Opinión Nuestro Hitler

Pedro Miguel

Nuestro Hitler

Han debido ser los nietos y biznietos quienes empiezan a exhumar a los abuelos fusilados hace siete décadas. Los muertos republicanos se quedaron tirados en los campos, pero a los falangistas se les construyó un mausoleo tan monumental como cutre, para decirlo en peninsular: el Valle de los Caídos. Esa discriminación póstuma, lacerante si las hay, fue inevitable en tanto el asesino permaneció vivo y fue propietario total de España. Pero acaban de cumplirse tres décadas de la muerte del Criminalísimo y del derrumbe a medias de su régimen, y la persistencia de la inequidad, a lo largo de estos 30 años, es injustificable. La incapacidad de las instituciones y la sociedad españolas para efectuar un deslinde claro, honesto y definitivo ante el franquismo otorga a la democracia un inocultable elemento de simulación y una ambigüedad peligrosa.

No hay razón para eludirlo ni espacio para matices: Franco es Hitler en español, en cultura hispánica, en ese nosotros vasto e interoceánico que va de catalanes a mapuches y que se asienta en singularidades múltiples y mestizajes contrastados. No sólo por la alianza entre el Tercer Reich y la Falange, que hizo la diferencia entre la derrota y el triunfo de la sublevación contra la República, sino por la identificación profunda entre ambos engendros. Hitler y Franco deseaban, y en buena medida lograron, el exterminio simple de los adversarios, el poder absoluto, la reducción de la sociedad a rebaño unánime y moldeable al gusto por los siglos de los siglos, la deshumanización total de los diferentes hasta el punto de negarles el estatuto de difuntos y dejarlos en mera carroña en descampado o en ceniza simple, desecho industrial de las factorías de Auschwitz y Dachau.

La neutralidad de Madrid en la guerra mundial que siguió a la contienda española no fue deslinde político ante Berlín y Roma, sino expresión de astucia. Gracias a ella, y a diferencia de los nazis que sobrevivieron a su propia aventura, al término de la conflagración los falangistas no tuvieron el Nuremberg que se merecían; en cambio, disfrutaron a fondo, durante 40 años, de los palacios de España, de las portadas en la revista Hola y de una paz pintoresca y pacata que no alcanzaba a esconder la tortura, el asesinato y la intolerancia fanática convertida en gobierno. No hay que olvidarlo: tras el fin de la Guerra Civil, e incluso después de la muerte de su jefe máximo, el franquismo siguió matando.

Las democracias occidentales, con Washington a la cabeza, tan sensibles a los excesos dictatoriales, firmaron un pacto pragmático con Franco y se avinieron a convivir con el fascismo. Otro tanto hicieron los propios protagonistas españoles de la transición democrática tras la muerte del dictador. En vez de reconocer que España había sido cuna y escenario, junto con Alemania, Italia y otras naciones europeas, de la máxima canallada del siglo XX y actuar en consecuencia, los políticos democráticos aceptaron a los franquistas como parte de los suyos, dieron la espalda a los reclamos de justicia, cerraron los ojos para no ver que estaban parados sobre un enorme cementerio de inocentes, se taparon las narices para no oler la podredumbre moral que les precedía y decretaron un borrón y cuenta nueva. La prudencia, incluso la pusilanimidad, propiciaron -no evitaron- los súbitos estertores de resurrección del Criminalísimo, como el que protagonizó Tejero en el 81; la negación del esclarecimiento histórico hizo posible que el gobierno de Felipe González echara mano de la guerra sucia y desapareciera, torturara y asesinara a etarras reales o supuestos; y el cinismo represivo permitió que su sucesor, el neofranquista José María Aznar, reprochara a González haber usado métodos propios de Franco y "enterrado en cal viva" cadáveres.

Habría sido espléndido poder festejar, en este 2005, los 30 años de la muerte del Criminalísimo. Pero más bien hay que lamentar, en la fecha presente, tres décadas de amnesia y de hipocresía histórica en un Estado democrático, moderno, europeo y bla-bla-bla, en cuyo territorio muchos cadáveres siguen esperando justicia, reivindicación y desagravio.

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