Cambio y riesgo en la globalización: reformar las reformas
Reformar las reformas no significa revertirlas, más bien revisarlas. El costo de intentar lo primero, que hoy cultivan algunos entusiastas del cambio total, es muy alto y su resultado más probable sería un fracaso sin regreso.
Tanto la reforma comercial como la hecha al artículo 27 constitucional deberían ser abordadas así: en ambos casos, más que saltos para atrás en el régimen de propiedad rural o "denuncias" parciales del TLCAN; lo que urge es la puesta en práctica de políticas de fomento y financiamiento, así como de coordinación de actores, que redunden en una defensa eficaz de la planta productiva existente y en proyectos de ampliación y expansión que respondan a los requerimientos de una economía que para crecer tiene que volverse más compleja para ser competitiva. Ni el TLCAN ni el artículo 27 impiden intentar lo anterior.
Obstinarse en el rumbo de la reforma sin fin, de generación tras generación dentro de la misma familia (neoliberal), puede ser igualmente perverso. Lo que falta es un "reformismo dentro de la reforma" para lograr un proyecto que combine las políticas destinadas a potenciar las reformas hechas, con instituciones viejas y nuevas que les den sustento y visión de largo plazo, acumulen logros y modulen conflictos y desperfectos.
Lo anterior viene al caso si se atiende a lo alcanzado en 20 años de cambio estructural globalizador: México se volvió un gran exportador de manufacturas pesadas y semipesadas, un poderoso productor y exportador automotriz y electrónico y, en conjunto, sus ventas al exterior se multiplicaron por cinco y superó su dependencia de las ventas foráneas de crudo. En ese lapso el país recibió montos considerables de Inversión Extranjera Directa (IED), se volvió uno de los tres principales socios comerciales de Estados Unidos y apareció en la escena comercial mundial como un nuevo y atractivo jugador de grandes ligas.
Por su lado, la reforma política rindió frutos importantes. En medio de la violencia política del fatídico 1994, la democratización avanzó con rapidez a partir de ese año, propició la derrota del PRI en la Cámara de Diputados en 1997 y el primer gobierno electo de la capital quedó en manos de Cuauhtémoc Cárdenas, pionero del cambio democrático mexicano. También se levantaron las compuertas a un federalismo siempre contenido por el poder central y empezó una regionalización y descentralización feroz, casi salvaje, que, sin embargo, se ha convertido en una fuente decisiva del poder político dentro del Estado nacional.
No se exagera si se propone que el federalismo será el locus principal de la política democrática del futuro. También lo será de los nuevos desarrollos de la estructura productiva, que para expandirse necesita combinar especialización con diversificación.
Al final del siglo XX, la reforma fue el cauce de una alternancia pacífica en la presidencia de la República, que se combinó con una notable estabilidad financiera, un tipo de cambio bajo control, una inflación a la baja y un crecimiento económico que por primera vez en casi 20 años llegó a una tasa superior a 6 por ciento anual. Economía abierta y democracia creíble hacían del cambio globalizador mexicano una realidad pujante al final del siglo XX.
Empero, el crecimiento se esfumó a partir de entonces y la economía se ha arrastrado en lo que va del nuevo siglo. El saldo de la primera presidencia de la alternancia será de casi nulo crecimiento económico y el "mal empleo", que une el desempleo con las ocupaciones informales de baja o nula productividad, se habrá apoderado del panorama social de la sucesión presidencial.
La migración de jóvenes educados a Estados Unidos y la opción por la "otra salida" de otros cientos de miles, rumbo a la criminalidad, reduce nuestro crecimiento potencial y desafía la consolidación democrática y el Estado de derecho. La desigualdad social y cultural cierra este círculo que muchos ven como vicioso y sin salida.
Uno tras otro, los veredictos de la globalidad, resumidos en los reportes sobre la competitividad o las destrezas del capital humano, nos reprueban. Caemos en la liga de las exportaciones y perdemos espacio de mercado donde tenemos tratados de libre comercio; nuestras fortalezas productivas menguan, como el caso automotriz, y las defensas oficiales de la apertura globalizadora caen en la modorra de un librecambismo decimonónico.
Las tribulaciones del socio mayor, que son las de la globalización, no son entendidas ni asumidas, y se impone la necedad de que "no hay más ruta que la nuestra". En el momento en que más de medio mundo escubre y pone a prueba la posibilidad de hacer camino al andar.
Durante el gobierno del cambio, la reforma política desembocó en casino electoral y los políticos se volvieron sujetos tributarios de las grandes empresas de la información electrónica de masas. La solidez del régimen electoral contrasta con la frivolidad que reina en la política.
Mal empiezo para la segunda alternancia, que ni a circo de tres pistas llega a pesar del ramillete de candidaturas y las coaliciones por venir. Sin crecimiento y con una política de cuchilleros en la que las primeras víctimas son los cuadros contendientes dentro de los partidos, el país vive horas inciertas. La tregua navideña propuesta por el IFE no nos convierte en "totalmente Palacio".