Editorial
Revolución Mexicana: 95 años
Se cumplieron ayer 95 años del inicio de un periodo histórico cruento y convulsionado, pero fecundo, que ha recibido la denominación de conjunto de Revolución Mexicana, proceso que comenzó como sublevación democrática y culminó con el establecimiento de un longevo régimen que no se caracterizó por democrático incluso llegó, en diversas circunstancias, a grados extremos de autoritarismo represivo, pero que en sus mejores momentos puso énfasis en la justicia social, en los derechos sociales y en la soberanía nacional.
Es tema de polémica entre historiadores y científicos sociales el momento preciso en que terminó de diluirse la identidad "revolucionaria" en los gobiernos que sucedieron al pacto de generales de 1929 año de la fundación del Partido Nacional Revolucionario, predecesor de lo que actualmente queda del Revolucionario Institucional, pero el consenso establece dos fechas de quiebre: el político, en 1968, cuando el sistema echó mano de la violencia criminal y homicida contra la población civil, y el económico, ocurrido a lo largo del sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988), periodo en el que los tecnócratas neoliberales se hicieron con el poder y eliminaron los contenidos de bienestar social que persistían hasta entonces en las orientaciones gubernamentales.
La Constitución de 1917, surgida de las confrontaciones armadas que tenían lugar desde siete años antes, y que no culminaron sino en la década siguiente, fue desprovista de sus directrices fundamentales de justicia social durante el salinato (1988-1994), y desde entonces ese legado de la Revolución Mexicana ha estado bajo el embate de los intereses político empresariales del país y del extranjero.
Los sistemas de educación y salud públicas, las disposiciones de preservación de la soberanía, las leyes laborales y la laicidad del Estado, entre otros valores emanados de las gestas ocurridas durante las primeras dos décadas del siglo anterior, son también objeto de ofensivas regulares, muchas veces exitosas, de las derechas empresariales, políticas y clericales; de los organismos financieros internacionales manejados por Washington y de los grupos sociales de la reacción. Hoy puede verse que desde la década antepasada el país ha sido escenario de una restauración, para decirlo con el término antinómico de la revolución francesa.
A pesar de las enormes transformaciones experimentadas por México en las nueve décadas y media transcurridas desde la insurrección encabezada por Francisco I. Madero, en la que confluyeron inicialmente caudillos populares como Emiliano Zapata y Francisco Villa, y pese a los innegables avances democráticos ocurridos en los pasados 10 años, México padece hoy día una desigualdad social que bien puede calificarse de porfirista, una insensibilidad gubernamental que recuerda a los "científicos" de la dictadura de Díaz "tecnócratas", se llaman actualmente y un desgaste institucional evocador de la erosión de poder en la que acabó el régimen depuesto en 1911. Hace mucho tiempo que el agro dejó de ser el motor de la economía, pero el desamparo de los jornaleros, comuneros y ejidatarios, y las políticas en favor de los agroindustriales exportadores recuerdan la polarización agraria que caracterizaba al país hace 100 años. Como entonces, los indígenas siguen siendo los máximos excluidos. Los contrastes sociales en las ciudades son, actualmente, más lacerantes que los de entonces, y la dependencia política y económica ante los intereses extranjeros resulta equivalente a la del Porfiriato.
A casi un siglo de distancia, resulta impensable una redición de la rebelión que tuvo lugar en el México de 1910, y que antes de desembocar en la conformación de un nuevo régimen sumió al país en la guerra y la inestabilidad. Pero en plena modernidad la falta de equidad, la arrogancia y la sordera de los gobernantes y las fracturas entre las elites y las mayorías siguen generando, a la postre, ingobernabilidad y violencia. Sería saludable que la clase política y los dueños del dinero lo tuvieran en mente. De otro modo encaminarán al país no necesariamente a otra revolución social, pero sí, de manera inevitable, a un nuevo quiebre de la convivencia, la institucionalidad y la paz social, escenario que no conviene a nadie.