Desconexión
En materia de política hacia Estados Unidos el presidente Fox ha sido incapaz de conectarse con los sentimientos de la mayoría de los mexicanos. Se ha dicho mil veces que mantenemos con los estadunidenses una relación compleja de amor y odio. Esta afirmación no es más que un lugar común, pero la confirman las encuestas que recogen las contradicciones que gobiernan nuestras percepciones de ese país, al que vemos al mismo tiempo como problema y solución, amigo y enemigo, apoyo y obstáculo. Queremos a los individuos, pero detestamos al conjunto, sobre todo cuando encarna en un gobierno indefendible como el de George W. Bush.
A diferencia de algunos de sus antecesores que fueron queridos en México, por ejemplo Franklin D. Roosevelt, John Kennedy y hasta Bill Clinton, el actual residente de la Casa Blanca no está asociado con el apoyo a los débiles, no ha corrido a nuestro auxilio en momentos de dificultad y ni siquiera es católico. De Bush sabemos que declaró la guerra a un país pobre, que se niega a firmar tratados internacionales que suponen una autolimitación de los poderosos, como el Protocolo de Kyoto o el ingreso a la Corte Penal Internacional; que rechaza firmar convenciones internacionales contra la tortura, y que es probable que mantenga prisiones secretas en Europa del este y en Asia. Vimos sus primeras reacciones al infortunio que trajo el huracán Katrina a los pobres de Nueva Orleáns. Ya entendimos que sus planes en relación con los indocumentados mexicanos son insuficientes, que es profundamente hostil a Cuba y de más en más a Venezuela.
Susceptibles como somos a cualquier intento de intervencionismo político, reaccionamos visceralmente a las denuncias -reales o imaginadas- de que Washington interfiere en los asuntos internos de algún país, sobre todo si es latinoamericano. Así lo hacemos por solidaridad, pero también porque nos da terror que a nosotros nos hagan lo mismo, y porque la historia enseña que esas intervenciones son profundamente destructivas de las instituciones y las sociedades que las sufren.
El presidente Fox tendría que saber ya ahora que, a diferencia de él, la mayoría de nosotros desconfiamos del gobierno de Washington. No tenemos la experiencia de haber trabajado en una trasnacional como la Coca-Cola, no sabemos qué tan amables pueden ser las esposas de los jefes estadunidenses ni conocemos de su hospitalidad en el rancho. Tampoco creemos que su amistad nos distinga para bien. Más bien, intuimos que es mejor mantener una distancia prudente porque tenemos clarísimo que muchos de sus intereses y de los nuestros son distintos y hasta encontrados. Percibimos que la asimetría entre México y Estados Unidos es de tal magnitud que ella misma es una fuente de inseguridad que la rendición incondicional no resuelve, porque la avidez históricamente probada de este último es tal que siempre querrá más.
Existe la posibilidad de que la mayoría de los mexicanos estemos equivocados, que el presidente Fox esté en lo correcto y que nuestra desconfianza nazca de la ignorancia o de nuestra falta de experiencia directa con un patrón que no es como lo pintan. Pero hasta ahora nada ha habido que nos desmienta.
El Presidente quiere que hagamos a un lado nuestras vivencias como país y nuestras percepciones de la actual política exterior de Estados Unidos para que creamos, como él, que cuando el gobierno de Washington vea que estamos dispuestos a seguirlo en todo nos mirará con benevolencia, y con suerte algo estará dispuesto a ofrecernos, o más bien a otorgarnos. Piensa que esta diplomacia traerá más beneficios, pero hasta ahora no ha sido el caso. Ni siquiera logramos la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos. Lo que sí parece indiscutible es que esa política exterior es más cómoda para quien la encabeza que las difíciles y muchas veces tediosas negociaciones con las que se construía la relación bilateral en el pasado.
Al presidente Fox le aburren esas minucias. Prefiere lo que seguramente considera franqueza, es decir, un discurso que se aplaude en la plaza, pero que en las salas de las negociaciones diplomáticas suena a brutalidad y a simpleza, como bien lo acaba de ilustrar el presidente Hugo Chávez.
Nadie puede acusar al mandatario venezolano o al mexicano de sensibilidad a las sutilezas de la diplomacia. Sin embargo, las desafortunadas decisiones y declaraciones del presidente Fox en relación con el libre comercio en la región y la oposición al proyecto, así como sus secuelas, prueban que no es un político pragmático que pueda defender e identificar los intereses del país haciendo a un lado sus prejuicios personales, y tampoco es el portavoz del mexicano común. Sus actitudes y su política frente a Estados Unidos muestran su total desconexión de una de las fibras más sensibles de la visión del mundo que sostiene la mayoría de los mexicanos. Aunque así no fuera, lo que también ha quedado al descubierto es el costo de la improvisación reiterada.