Usted está aquí: miércoles 16 de noviembre de 2005 Opinión Adiós, Emilio

Arnoldo Kraus

Adiós, Emilio

Querido Emilio Ebergenyi:

Alguna vez, Emilio, te dije cuando platicábamos acerca del dolor que rodea a la muerte que lo importante era que las personas nos quedásemos con la vida de los muertos y no con sus cosas. Tú sabías bien de lo que hablaba. Con la vida implica, por supuesto, la voz, la memoria, las calles, las copas de vino vacías y los diálogos entre amigos. Esos diálogos que nunca son suficientes porque el tiempo siempre es enemigo y porque rara vez nos perdemos para atrapar la vida. Te lo comenté el día que me preguntaste acerca del dolor que en ocasiones viven los médicos tras la muerte de algunos enfermos. Pensé que ese dolor no debía ser muy diferente al del locutor que cada mañana tiene que retratar la infinita complejidad de la realidad; al del locutor-lector que amanece temprano empapado por las heridas y el sufrimiento que conllevan las noticias cotidianas y al del locutor-persona que se siente agraviado por el infinito peso de la sinrazón.

Te pregunté, ¿recuerdas?, si en la radio y en la vida bromeabas tanto para no dejar un pedazo tuyo ante tanta devastación o, simplemente, para matizar las dagas de la inquina. Te lo dije porque sentía que tus risas infinitas eran una vía para impedir que el dolor de los otros tocase y trastocase "demasiado" tu vida. Te lo dije también, porque días atrás te había pedido en mi consultorio que leyeses, con tu voz inigualable, unas líneas: "El problema de la muerte no es la muerte en sí, sino la total ausencia. La ausencia como vacío sin fin, como espacio incomprensible, como tiempo sin tiempo, como la terrible realidad de la amistad que finaliza para siempre cuando una vida se acaba. La muerte es la ausencia del cuerpo, la soledad del silencio, el recuerdo del olor que nunca regresa, la tristeza por la voz que deja de hablar".

Tu voz cautivadora no permitía tregua alguna. Te pedí que obviases unas líneas inacabadas y que leyeses otros renglones. Entre broma y broma accediste: "Como la muerte que nunca es la misma, cada ser humano es distinto. Difieren la mirada rota, la palabra trunca, el rostro imposible, el alma ulcerada, el vacío inhabitable. Ante la muerte nada es igual. Frente a ella, la única fuerza que aminora su paso siempre triunfal consiste en recoger del cadáver el último aliento. Y respirarlo. Y olerlo. Y convertirlo en uno mismo".

Finalmente, me pediste que te leyese unas líneas: "Ante la muerte, ante el abandono, lo único que pervive son las palabras. Las palabras que viajan, las palabras que acompañan, las palabras que nos permiten hablar y tocar".

¿Recuerdas, Emilio, esas reflexiones? Cómo me hubiese gustado no tener que escribir estas líneas y en vez de ellas seguir platicando contigo acerca de las deudas que algunos médicos (y radioescuchas) tenemos hacia los pacientes. Sobre todo, las deudas que permiten al médico colocar el estetoscopio a su enfermo para que éste lo escuche. Cómo me gustaría seguir recibiendo llamadas de amigos que me dijesen: "Arnoldo, Emilio leyó en Radio Educación tu artículo". Qué bueno sería que me siguieses contando historias infinitas, cuya trama inundaba los caminos de la vida. De la vida que amaste y de la cual fuiste maestro. Cómo me gustaría, querido Emilio, seguirte escuchando por la radio.

Con el mejor de mis abrazos para Hilda, Ingrid y Victor.

 
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