De comercio y amores
El presidente Fox mantiene un amorío con el libre comercio. Lo promueve según su mejor entender desde que llegó a Los Pinos. Acaba de probar de manera pública su fidelidad a ese amor en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata y se dispone a hacerlo de nuevo en Corea.
Pero el amor es un sentimiento que a veces se aproxima a la locura, mientras el libre cambio es una cuestión política y las repercusiones que provoca afectan a la sociedad en su conjunto, no al alma del individuo. Vaya, Juan de Mairena ya lo había explicado a sus alumnos: el comercio es una invención de los ingleses, pueblo de marinos, comerciantes y boxeadores.
Las ventajas derivadas del comercio internacional constituyen uno de los principios esenciales del pensamiento económico ortodoxo. Se muestra teóricamente que para una nación es más benéfico comerciar que no hacerlo y, aún más, hacerlo de manera libre. Sin embargo, todos los países restringen de una u otra manera las corrientes del comercio ya sea mediante los precios o las cantidades.
La práctica de la protección hoy es seguida principalmente por los países más ricos. El caso más notable es el de la agricultura, sector en el que usan instrumentos como los subsidios, que alcanzan valores enormes, o las cuotas. Estas medidas generan claras distorsiones del comercio.
El conflicto de los productos agrícolas es el más relevante en la actual Ronda de Doha para la liberación comercial, y será el punto más álgido de la próxima reunión ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC) de diciembre en Hong Kong.
Pascal Lamy, director de la OMC, reconoce de modo abierto la posibilidad de fracaso y propone un argumento bastante endeble: "si la ronda no prospera, el mundo se perderá una gran oportunidad para aumentar el crecimiento, el bienestar y reducir la pobreza", y luego advierte que "a pesar de todos los problemas de ajuste que puede acarrear la apertura comercial, a pesar de las injusticias en la distribución de la riqueza, la liberalización comercial es beneficiosa para todos por encima de esas cosas" (El País, 12/11/05). ¡Más claro ni el agua!
Este es uno de los problemas del debate sobre el libre cambio. Se propone como acto de fe a partir del cual se puede descalificar a quien no lo admite, o bien se puede atacar en los mismos términos como un fiasco. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) es en este sentido una buena expresión de los hechos.
El acuerdo comercial que entró en vigor el 1º de enero de 1994 ha transformado el modo de funcionamiento de la economía mexicana, y en ese marco hay elementos que pueden considerarse benéficos para algún sector de la actividad económica, una industria en particular, para alguna región o para un segmento de los consumidores.
Hay otras evidencias que contradicen la posición de quienes defienden, promueven o se enamoran del comercio libre. En México, este instrumento de la política económica no ha logrado por sí mismo recrear y sostener el proceso de crecimiento del producto, del empleo y de los ingresos. Le han faltado elementos de estrategia política y también medidas técnicas que complementen las ventajas que se pueden derivar de la apertura de las corrientes de mercancías y de capitales.
De ahí que se abra la disputa acerca de las formas de integración económica que se derivan del comercio libre, asunto que enfrentó a nuestro presidente con Néstor Kirchner. La desigualdad entre las partes es factor crucial, pues los intercambios comerciales y los flujos de inversión que acarrean no son neutrales e inciden sobre la asignación de los recursos disponibles en una sociedad, especialmente la fuerza de trabajo. Aquí, la capacidad de generar empleo se ha reducido, el desempleo abierto es muy grande y también la pobreza.
Con un crecimiento que en promedio ha sido muy reducido en los 20 años recientes, con un aumento del ingreso por habitante nulo en el mismo periodo, y con una muy desigual distribución del ingreso, el libre comercio tal como se practica desde los centros de poder y pretende aceptarse como indica la postura del presidente Fox debe, cuando menos, sentarse en el banquillo para un juicio razonado.
En los cinco años de este gobierno no hay señales claras de los beneficios generales del TLCAN. El país expulsa gente cada año y se beneficia de las remesas que envían, vive de la renta petrolera y se empeña en tener cuantas fiscales presentables para evitar otra crisis financiera y, en fin, admite el estancamiento como modo de ser.
Las críticas de este estado de cosas no se eluden con discursos cada vez más alejados de lo que ocurre, como cuando se habla de la productividad. El mismo Banco de México ha ofrecido en su informe trimestral sobre la inflación de septiembre pasado, un ilustrativo análisis respecto a la pérdida de competitividad de las exportaciones que se hacen de México a Estados Unidos. Convendrá centrar la atención en esas cuestiones y preguntarse si se habrá agotado tan pronto la vitalidad del TLCAN, o más bien si la visión política que prevalece en el país ya está consumida.