Viajar sin subirse a un avión
Desde que aparece al pie de estas crónicas mi dirección electrónica, he recibido un correo caluroso, interrogativo a veces, polémico en ocasiones, y cada vez más abundante. Por desgracia, me es imposible responder a cada quien de manera personal. Los días no tienen más que 24 horas, las semanas siete días, uno de ellos feriado, y el tiempo nos está contado como a cualquier morador de la única antesala donde prefiere alargarse la espera y en la que entramos al nacer. Para colmo, lo confieso, cultivo un delicioso pecado capital: la pereza.
Sin embargo, la cuestión que me propone Olga Rocha es un desafío que acepto, aunque lo reconozca de antemano perdido. Me pregunta, así de simple como parece: ''¿cómo explicar a sus alumnos que la lectura es la mejor manera de viajar?"
Sé que no es una respuesta lo que escribo, es sólo una simple experiencia: llego en 1975 a París, en apariencia una civilización cercana a la nuestra -lengua latina, cultura cristiana, república laica, etcétera. Y, sin embargo, hay algo que falla: no entiendo, por ejemplo, por qué los hombres no son celosos, y, sobre todo, no se precian de serlo. O, como iba a percatarme, se avergüenzan de tener celos... y los ocultan. Qué diferencia con los mexicanos que hacen gala de sus celos, a veces más durables que su amor, y las mexicanas que no se sienten queridas si no son celadas. Otra cosa curiosa: los franceses hacen todo para evitar las presentaciones entre amigos o simples conocidos, mientras en México la gente se precipita para presentar uno a otro como un auténtico maestro de ceremonias, con los cumplidos que se requieren, los títulos académicos, los servicios prestados a la nación, los trabajos dignos de Hércules.
Para encontrar soluciones a tantas preguntas como me iba haciendo con el paso de los días en Francia, se me ocurrió que la mejor manera de conocer un país es leer a sus autores. Después de todo, es la forma menos fatigante y más corta de descubrir el alma de un pueblo. La menos cansada porque no se necesita ni salir de la cama, la más rápida porque el escritor nos va a resumir lo que requeriría una, dos, tres vidas completas.
Dicho y hecho: recomencé la lectura de La recherche du temps perdu. Había leído en México la magnífica traducción de Pedro Salinas de En busca del tiempo perdido, gracias al robo realizado por Gabriela Carral en la biblioteca de su padre. Me dio ese regalo: un destino, una dirección.
La lectura de Marcel Proust, a quien no podía leer en México de la misma manera que en París, pero que me había hecho viajar a esta capital en la imaginación y de la mano de una de las más grandes inteligencias, me aclaró preguntas que en mi ciudad no me habría planteado. Los celos, por ejemplo: el narrador y cada distinto personaje son movidos por la palanca de esa desesperante angustia: la ausencia del otro. Los celos que ceden el poder a la persona amada, quien, segura de esa adoración, puede ceder a otras tentaciones. ¿Lógica cartesiana? El disimulo de los celos será seguido por la manipulación, el espionaje cada día más vergonzoso. ¿No me respondió Borges, en Biarritz 1977, con una de esas piruetas típicas de él, que no había leído a Proust porque no le agradaban los relatos de espías?
Proust me respondió a ésa y a otras preguntas que me facilitaron mi vida en Francia. Balzac a muchas otras. Molière, Stendhal, Dumas, Baudelaire, Rimbaud...
Allí están el Grandet, el Gigonet y el Gobseck de Balzac para describirnos la avaricia con sus matices franceses. ¿Y qué decir de las ''mujeres de letras" de Molière en Les femmes savantes? La historia de la monarquía y la revolución francesas narradas con el brío de Dumas. Y Apollinaire, André Breton...
Creo que no se puede transmitir el vicio de la lectura, como tampoco el del trapecio. Pero puede despertarse la curiosidad leyendo algunas páginas en voz alta, contando algunas escenas como se cuentan las de una película, empujando a memorizar un poema que siempre les dirá algo nuevo. No se puede obligar a nadie a leer. Pero en los campos glaciales de Siberia los presidiarios se arrancaban un viejo ejemplar de Lolita para luchar contra la muerte.