Usted está aquí: viernes 4 de noviembre de 2005 Opinión Lo real y lo imaginario en Cervantes

José Cueli

Lo real y lo imaginario en Cervantes

Miguel de Cervantes mezcló de tal manera lo imaginario con lo real que resulta harto difícil, e imposible a veces, separar un elemento de otro y reconstituir mediante sólidas pruebas los documentos humanos y los ''gestos'' de que se sirvió para plasmar sus espléndidas escenas.

Así, en la mente surgen la figura grotesca del señor Lesmer, el galeote de la comedia de Vélez Guevara; el célebre Escamilla de Luis, su coima Almendruca y otros oscuros galeotes conocidos por su modo de ser, reconocidos más vulgarmente por el público de esa época.

Vélez, como Cervantes, vivió a finales del siglo XVI, y como él conoció a los tipos populares de su ''mundillo''. Entre ellos abundaban los valientes, como Escamilla y Campuzano; las amigas de los bravos, no menos ariscas y valentonas, como Almendruca y Catuja; los poetas liberalistas perseguidos por la justicia, como el tuerto Alonsillo, y los locos de todo género de los cuales Cervantes ha recordado más de un ejemplar: maniáticos como el señor Lesmes de la comedia de Vélez (arriba mencionada) y a personajes agudos como al famoso Amaro, quien en sus sermones mezclaba burlas y disparates con verdades, diciéndolas impunemente al que quisiera escucharlas, circunstancia que le hubiera costado cara si semejantes palabras las hubiese emitido como persona cuerda.

En 1597 y 1602, Cervantes estuvo preso en la cárcel Real de Sevilla por no rendir cuentas de sus comisiones a la Hacienda. No es inverosímil que allí se encontrara con el señor Lesmes y otro semejante que le sugiriera la idea de un Don Quijote, que por tanto fuese engendrado en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido se vuelve huracán.

Lo que acaso explicaría la frase que Cervantes escribió en el prólogo a la primera parte de su obra (...) ''Yo aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote. Padrastro incomparable, pues de tal modo con su poderoso genio embelleció y adornó a su hijo de galas riquísimas y méritos singulares que, convertido en tipo sublime, logró hacerlo inmortal''.

Baste repasar la primera parte del tomo primero, cuando cortando bruscamente el relato de la batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron, se emplea como remate del capítulo lo siguiente: ''en este punto y término dejó pendiente el autor de esta historia el llegar a esta batalla, disculpándose que no halló más escrito de estas hazañas de Don Quijote que las que deja referidas''.

Así se ve que al llegar al capítulo X, que lleva este epígrafe: ''De lo que más le avino a Don Quijote con el vizcaíno y el peligro en que se vio con una turba de yangueses''. No vuelve a hablarse del vizcaíno ni de los yangueses, y después de un sabroso coloquio con Sancho la acción de la novela pierde el ritmo; resalta el tono de la buena acogida de los cabreros y el acto de la pastora Marcela con que concluye la segunda parte.

Es hasta el capítulo XV que vuelven los yangueses desalmados (¿el resto de los reos de la cárcel sevillana?) reanudándose el hilo de las aventuras quijotecas. Mezcla de esa evocación de recuerdos y la memoria que se halla en el origen, cuyo origen es que no hay origen, y que Cervantes describe con talento fuera de lo común.

Pareciera entonces que el escritor, adelantado y visionario, milita en las lides de la deconstrucción y da fe, con su magistral relato del inconsciente freudiano, con su atemporalidad y su negación de lo inverosímil. Espacio insondable en su centro, espacio singular de la realidad síquica donde domina la fantasía inconsciente, espacio éste, según Freud, y así lo confirma Cervantes, donde lo que prevalece es un exceso de realidad que el yo intenta reprimir mediante la inhibición. Eso confirma, una vez más, la sentencia freudiana del delirio que hay en toda verdad y de la verdad existente en todo delirio.

 
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