Usted está aquí: viernes 4 de noviembre de 2005 Opinión Las estrellas literarias, clérigos, el intelectual

Eduardo Subirats

Las estrellas literarias, clérigos, el intelectual

Definir el papel público del intelectual a comienzos del siglo XXI significa reconocer su gloria por todas partes celebrada. Quiere decir también preguntarse por su ostensible ausencia. Incesantemente se aplauden, se exhiben y se premian intelectuales. En muy pocos lugares se oye su voz frente a las guerras y el empobrecimiento masivo de la población mundial; frente a la destrucción ecológica global o el escarnio mediático de la masa electrónica; y frente al vacío de nuestro tiempo histórico.

La paradoja de un intelectual elevado a los cielos del espectáculo cultural por los mismos medios que lo enmudecen frente a los grandes dilemas universales de nuestro tiempo se desprende directamente de los constituyentes de la aldea global, de la industria cultural, y de la organización corporativa del conocimiento y la educación. Pero comencemos por el principio: ¿Qué es un intelectual?

Sus funciones y jurisdicciones se asientan sobre sagrados principios: la filosofía, la ciencia, los saberes literarios y artísticos. Giordano Bruno es un caso clásico. Llevó la crítica copernicana del geocentrismo a sus últimas consecuencias metafísicas y políticas: una concepción infinita, abierta y dinámica del universo que no admitía dogmas ni fronteras religiosos o políticos, y se coronaba soberana con una filosofía que abrazaba en armónica unidad las tradiciones espirituales de los magos egipcios, la sabiduría talmúdica y cabalística, la ciencia pitagórica, la espiritualidad islámica, un humanismo cristiano, y la matemática y la astronomía modernas. El principio elemental que define al intelectual moderno es esa identidad de conocimiento y soberanía humana: por encima de las fronteras, prejuicios y cadenas que esta misma humanidad se ha impuesto.

La historia de este intelectual moderno atraviesa grandes hitos: el concepto de democracia de Spinoza y Rousseau, la filosofía de la libertad de Leibnitz o de Kant, la Encyclopèdie de Diderot, las filosofías de la Independencia de Paine o Simón Rodríguez, las filosofías revolucionarias de Fourier, Proudhon y Marx. Su punto de partida ha sido en todas las circunstancias el mismo: la identidad de razón y libertad, la continuidad lógica y política entre conocimiento y plenitud humana. El siglo XX ha transformado drásticamente este horizonte.

Ha sido el siglo de los totalitarismos. Y con los totalitarismos ha tenido lugar una transformación del intelectual en performer del espectáculo y clérigo profesional de las maquinarias y los usos de la administración estatal. Junto a la instrumentalización estética y cognitiva del clérigo en los aparatos de propaganda, o en las corporaciones financieras e industriales se han sucedido las persecuciones, violencias y exilios masivos de aquellos intelectuales que han mantenido contra la corriente un principio de autonomía reflexiva frente al espectáculo y la dominación. La novela Mephisto de Klaus Mann y el manifiesto que escribió a raíz de su prohibición es uno de los testimonios más lúcidos de la transfiguración del intelectual en estrella política y clérigo institucional bajo la misma maquinaria política que desaparecía al intelectual disidente.

Pero, sobre todo, el siglo XX ha presenciado una radical ruptura de aquella unidad de conocimiento y soberanía humana que definía la modernidad clásica. Las corporaciones industriales asumen un control creciente sobre los medios y fines de la investigación científica. La máquina académica ha transformado el universo espiritual de las humanidades en un campo vigilado de saberes pragmáticos compartimentados y segregados. La industria cultural abarata la creación artística e intelectual bajo las reglas de juego de un mercado manipulado. Y los medios de comunicación eliminan estructuralmente la reflexión intelectual de los espacios públicos y de la vida privada. Control mediático de la sociedad, burocratización de los saberes académicos y trivialización comercial de la cultura son los rigores que amenazan al intelectual en el amanecer del siglo XXI.

La estrella literaria y el experto son los protagonistas de esta nueva constelación. La primera pone en escena una cultura concebida como ficción y fetiche, y la transubstanciación de lo real en la farsa de papirote de la industria mediática y cultural. El experto, en cambio, es un patrón organizacional: una conciencia gregaria y disciplinada, y el representante sin rostro de saberes académicamente domesticados y administrativamente controlados. Su actuación se rige bajo los códigos anónimos de la racionalidad objetiva y la rentabilidad. Y aunque invente transgénicos ecocidas, diseñe armas nucleares o produzca programas económicos socialmente destructivos el nombre sagrado de la ciencia le otorga título de inocencia y carta de inmunidad. El rigor de la profesionalidad le exime de cualquier responsabilidad social. Por eso es también un clérigo.

La estrella literaria resplandece en el reino del espectáculo. El clérigo profesional administra el orden instrumental de la realidad. El común denominador de sus respectivas funciones es la cosificación social en un sistema manipulado de mercancías y simulacros. Frente a ellos el intelectual emerge como conciencia negativa. Walter Benjamin la llamó ''carácter destructivo". Sus signos son la crítica de lo existente y el deseo de reducirlo a escombros. No por el placer de la destrucción, sino por hallar encrucijadas y abrir caminos nuevos. Su expresión filosófica es una figura negativa del conocimiento: la teoría crítica.

La reflexión se transforma en teoría crítica allí dónde los saberes institucionalmente alineados se hacen resistentes a la verdad y la humanidad. Y es precisamente a partir de este conflicto que se da expresión el intelectual contemporáneo. Es la real condición que han puesto de manifiesto filósofos como Günther Anders a lo largo de su oposición al desarrollo de la industria y el armamento nucleares; Carlos Mariátegui en su crítica del neocolonialismo; o Vandana Shiva mediante su resistencia a la destrucción tecnocéntrica de los ecosistemas y las culturas del Tercer Mundo.

En nombre de una circunstancial ''condición postmoderna" se dictó hace años la fin des grands récits. Diseñada como letanía clerical para rubricar la liquidación del marxismo como última herejía, su colateral damage se llevó por delante las tradiciones intelectuales modernas que habían formulado una alternativa a la razón colonial y totalitaria: ya se tratara del Espíritu de la utopía de Ernst Bloch o del Movimiento Antropofágico de Oscar de Andrade y Tarsila do Amaral; ya fuera el concepto social de democracia de Rosa Luxemburg o Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano. La actual tarea del intelectual es revertir esta inmolación voluntaria.

Plantear el papel público del intelectual supone reconocer el significado social del conocimiento en una era de instrumentalización corporativa y escarnio mediático. Significa restablecer las memorias sociales académica y mediáticamente canceladas. Quiere decir recuperar el valor humano de las palabras. Y la restauración de una vida dañada.

* Filósofo catalán

 
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