Usted está aquí: viernes 4 de noviembre de 2005 Política Entrampados

Soledad Loaeza

Entrampados

El escándalo de corrupción que puso fin a las aspiraciones de Arturo Montiel de obtener la candidatura del Partido Revolucionario Institucional a la Presidencia de la República demuestra que los priístas tienen una capacidad de aprendizaje bastante limitada. Esta última catástrofe prueba que desde la derrota del año 2000 no han aprendido nada. La verdad es que desde hace ya décadas dejaron de aprender, y que tampoco tienen mucha disposición para cambiar. Están entrampados en malos hábitos y en una cultura de la impunidad que ahora, otra vez, trae a la mente una larga historia de corrupción que se reproduce cada sexenio.

La manera en que la dirigencia priísta recibió la renuncia de Montiel, el homenaje que rindió a su "gesto digno" es tan inexplicable como comprometedora para los dirigentes mismos y para Roberto Madrazo. En este acto todos pasaron de ser correligionarios a cómplices de un individuo al que tenían que haber repudiado y sancionado por el daño que ha hecho al PRI. Sus competidores en la elección de julio de 2006 sólo tendrán que enseñar la foto del abrazo de Montiel y de Madrazo, en ocasión de la renuncia del ex gobernador del estado de México, para demostrar que el regreso del PRI al poder sería solamente una restauración del pasado.

El combate a la corrupción fue uno de los temas de la campaña de Miguel de la Madrid en 1981-1982. Para nadie era un secreto que eran muchos los priístas que podían darse por aludidos cuando la opinión pública se quejaba escandalizada de los abusos de políticos y funcionarios que se llenaban las bolsas de billetes a costa del erario.

Desde 1995 los medios informaron del enriquecimiento ilícito de funcionarios del gobierno anterior y de posibles nexos con el narcotráfico; entonces se hicieron los desilusionados, criticaron y expusieron con ferocidad a los corruptos. Aprovecharon para saldar viejas cuentas y nada más. De vuelta, en la campaña de 1999-2000, los priístas reincidieron. Alegremente recurrieron a las arcas públicas para, según ellos, asegurarse la victoria, pero no fueron pocos los que se llevaron una buena tajada a sus cuentas personales y se embolsaron muchos dólares. Muchos de los que participaron en esa estrategia electoral estrenaron coche y reloj, cuando no vestuario completo. De todas formas perdieron. Tal vez porque robaron, pero los priístas no parecen considerar esta posibilidad. Cada vez que se dan a conocer nuevos escándalos reaccionan con resignación o, peor todavía, con cinismo, como ocurrió ahora que se denunció el enriquecimiento inexplicable de Montiel.

Como buen panista, antes de llegar al poder, Vicente Fox veía en la corrupción de los priístas el peor mal que aquejaba al sistema político. Al inicio de su gobierno anunció que no toleraría que estos crímenes quedaran impunes y que metería a la cárcel a todos los corruptos. Ahora sabemos que fueron sólo bravatas. El Presidente no solamente ha demostrado ser un tigre de papel en esto, como en otras cosas, sino que él mismo y su familia se han visto involucrados en acusaciones de enriquecimiento inexplicable y tráfico de influencias.

La estrategia de la dirigencia priísta ante los escándalos de Montiel es hacerse como que les habla la Virgen, mirar en otra dirección al mismo tiempo que siguen adelante en la campaña electoral. Parece no darse cuenta de que la defensa del ex gobernador es un ataque a su propio partido, es un desprestigio que nubla la historia constructiva del PRI para la vida del país. Apuesta a nuestra muy corta memoria. Tal vez gane, y el partido recupere la Presidencia de la República; pero por ahora no podemos dejar de observar casi con curiosidad que los priístas sean tan refractarios a la experiencia. No les asusta ver a sus correligionarios en la cárcel o viviendo a salto de mata, por años huidos, escondiéndose de la Interpol y de los turistas mexicanos con los que inesperadamente pueden toparse en la catedral de Santa Sofía en Estambul.

No los detiene saber que la ostentación de la riqueza y de la opulencia es siempre insultante en un país como México, y un pecado capital cuando semejantes fortunas se construyeron con impuestos que estaban destinados a la construcción de escuelas, hospitales, albergues y mucho más. Poco les importan los titulares en el periódico donde se exhibe su deshonestidad, menos todavía el legado de vergüenza y deshonor que dejan a sus hijos. No se les ocurre pensar que no faltará quien un día les grite que su padre fue un ladrón, y tampoco parece importarles que los están comprometiendo a defender su pésima reputación, como todo buen hijo está obligado a hacer.

Tenemos la mala costumbre de justificar un acto de corrupción con otro. A los perredistas que delinquieron con fondos públicos o recibieron pagos a cambio de favores se les disculpa con el argumento de que los priístas eran todavía peores; la misma justificación se ha utilizado para minimizar la deshonestidad de funcionarios panistas y de sus familiares. Nada más falso. Una falta no se convierte en virtud porque muchos la cometan, y tampoco deja de serlo porque sea un hábito reiterado. La corrupción no se remedia cuando se generaliza; simplemente se generaliza.

Los priístas están entrampados en su propia historia. La decisión del partido de cobijar a Montiel como si se tratara de un héroe o, peor todavía, de un mártir, no se sabe muy bien de quién, indica que están más dispuestos a proteger maleantes que a captar votantes, como si todavía no entendieran que ahora en México las elecciones se ganan en las urnas y no en la cueva de Alí Babá.

 
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