Sin acotaciones
Sara Kane se ha convertido en autora de culto por las cinco obras que escribió, por su esquizofrenia y por la brevedad de su vida a la que puso fin a los 29 años, tras otro intento de suicidio, de una manera muy drástica al ingerir gran número de somníferos, cortarse las venas y ahorcarse en el mismo hospital en que se internó por decisión propia. Psicosis: 4.48 es su obra póstuma, estrenada cuando ya no vivía y el título, sobre todo en lo que se refiere a ese 4.48, alude a la hora en que se cometen más suicidios según estadísticas de Inglaterra y en que los pacientes supuestamente tienen más lucidez. La falta de acotaciones en lugar y número de personajes que hablan, permite que los directores traten el extraño texto de múltiples maneras, que pueden ser un diálogo entre paciente y médico en un hospital, como la escenificación que hizo el chileno Alfredo Castro -lo que me imagino, sin haberla visto, limita en mucho el interés hacia lo que se dice, ya que poco importan los delirios de una enferma mental- o bien dotarla de una gran abstracción, con lo que se logra que lo dicho nos incumba a todos.
Este último es el camino elegido por Ignacio Ortiz en la tercera escenificación de textos de la autora que acomete. Divide en dos al personaje femenino, con lo que su interpretación oscila entre el delirio de la enferma mental asistida por el médico y el horror cósmico de quien siente cargar con las culpas de la humanidad, lejos del realismo de una clínica, pero tomando en cuenta la doble personalidad de la esquizofrénica. De esta manera, el director logra que olvidemos la parte autobiográfica, que sólo interesaría por el morbo de bucear en la mente de una joven dramaturga insana, y nos lleva a una reflexión acerca del horror del mundo moderno con mutilaciones, torturas y muerte que lo pueden hacer insoportable, sin respiro alguno como no sea la terca esperanza en el amor.
En un largo espacio central con espectadores a los lados -diseñado junto a la iluminación por Auda Caraza y Atenea Chávez- Ortiz ubica a sus tres actores de pie, casi inmóviles, con bata de hospital ambas mujeres y atuendo de médico el varón -con vestuario de Griselda Contreras. Ana Graham (que es la responsable del proyecto) encarna la parte de la enferma real, a la que receta Arturo Reyes, cuya gran capacidad actoral está un tanto desperdiciada en el pequeño papel de médico, y es a Laura Almela a la que corresponde el peso del lamento por las culpas de todos, lo que da de manera espléndida, logrando transportar a lo humano lo que sería una total abstracción.
La ausencia de acotaciones ya la había empleado Oscar Villegas en La paz de la buena gente (1967), pero entre nosotros no fue usada hasta ahora, con algunos textos de Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio. Es Las chicas del 3.5 floppies el más conocido y uno de los más interesantes, con esas dos mujeres contrastantes en sus modos, aunque ambas igual de desposeídas, con sus reflexiones acerca del otro y la representación y con su final que puede ser o no de las mismas pero que niega lo antes mostrado. La reposición del montaje dirigido por John Tiffany para el Drama Fest en 2004 me permitió reparar una omisión y verlo ahora. En una escenografía de Juliana Faesler que consiste en un cubo -representación del antro aludido y de la estrechez de las vidas de ambas mujeres- que se abre para mostrar en su interior un mezquino espacio con una mesa, dos sillas y la virgen de Fátima en un pedestal detrás, las dos mujeres, con ropas de baratillo -en diseño de Bertha Romero- dialogan. Quizás sea excesivo el movimiento de limpieza que el director impuso a la Chica 2 para tan pequeño piso, pero en todo lo demás la escenificación se sostiene a muy buen ritmo, con los cortes cantados por Chica 1 en evidente doblaje del audio para marcar los momentos pedidos por el dramaturgo. Complementa la escenificación, la iluminación de Matías Gorlero.
A pesar de la ausencia de didascalias, los personajes están muy definidos. Chica 1 (una deliciosa Gabriela Murray) es la muy tonta mujer, dependiente de la coca, capaz de gastar en su vicio el dinero de la colegiatura de su hijo y la Chica 2 (excelente en sus matices Aída López) es la mujer más lista que sí guarda algo para subsistir, a contrapelo de sus vicios y sus muy banales aventuras. Ambas viven en un mundo marginado sin posible futuro y probablemente la precariedad de su existencia sea la que despierte la simpatía que sentimos por las víctimas.