Editorial
Bush, cercado
La dimisión del jefe de asesores del vicepresidente estadunidense Dick Cheney, Lewis Libby, quien ha sido acusado de obstrucción de la justicia, bien podría ser la primera pieza caída de una fila de fichas de dominó en el gobierno de George W. Bush. Cabe recordar que el grupo gobernante del país vecino llegó a la bajeza casi inconcebible de descobijar a uno de sus espías con tal de perpetrar una venganza política contra un funcionario público que se mostró crítico ante la montaña de mentiras fabricada por la Casa Blanca para justificar su agresión a Irak: el ex diplomático Joseph Wilson, enviado por Washington a Níger para investigar una supuesta adquisición de uranio por parte del depuesto régimen de Bagdad, compra imaginaria que resultó ser una fabricación de los servicios secretos israelíes.
A su retorno Wilson informó que la transacción no había existido, lo cual debilitaba los argumentos de Bush para invadir el país árabe. En represalia contra el diplomático, los círculos presidenciales filtraron a la prensa que Valerie Plame, esposa de Wilson, era una agente encubierta de la CIA, y con ello destruyeron las carreras de ambos. A raíz de la revelación, varios periodistas utilizados por el gobierno estadunidense para alarmar a la sociedad con las inexistentes armas de destrucción masiva que supuestamente poseía el ex dictador Saddam Hussein fueron sujetos a pesquisas judiciales. Incluso uno de esos informadores, Judith Miller, pasó tres meses en prisión. A la postre se ha sabido que el autor de la infidencia fue Libby, y que en ella, posiblemente, participó Karl Rove, asesor político de primer nivel de Bush. Asimismo cunde la sospecha de que Cheney y el propio Bush podrían estar implicados en la maquinación.
Con toda la vileza que deja al descubierto, este episodio podría ser menor, aunque las investigaciones correspondientes, encabezadas por el fiscal Patrick Fitzgerald, parecen estar catalizando vastos, profundos y justificadísimos descontentos de la ciudadanía estadunidense contra su presidente.
Hasta ahora George W. Bush había logrado sortear la oposición a la guerra criminal contra Irak, además de las reacciones por su fundamentalismo cristiano ultraconservador que tiene en la mira, en primer lugar, los derechos reproductivos de mujeres, la indignación mundial por la evidencia de que las fuerzas armadas de ese país practican la tortura sistemática en Abu Ghraib, Guantánamo y Afganistán y los escándalos por la manifiesta corrupción en su gobierno y por su empecinamiento en crear, a costa de vidas humanas y destrucción masiva, oportunidades de negocio para las empresas de la mafia presidencial, con Halliburton a la cabeza.
El ocupante de la Casa Blanca incluso parecía haber superado la rabia social causada por la imprevisión, ineptitud y desprecio a los pobres exhibidos por la falta de respuestas oficiales eficaces antes, durante y después del paso catastrófico del huracán Katrina por las costas de Luisiana y Mississippi.
Pero esos agravios y muchos otros siguen presentes en la memoria de la sociedad; se alimentan día a día con la llegada de cadáveres de estadunidenses enviados al golfo Pérsico a morir para que las corporaciones cercanas a Bush y Cheney puedan obtener contratos multimillonarios, y se ahondan con las expresiones cotidianas de un gobierno inescrupuloso, si los hay, corrompido a grados inconcebibles en cualquier país del tercer mundo y carente de propuestas sociales y líneas políticas nacionales e internacionales, a no ser por la obsesiva, absurda y contraproducente "guerra contra el terrorismo". En cinco años de gobierno, Bush tiene cuentas pendientes con los sectores social y político de su país, incluidos los neoconservadores que cifraron en la actual presidencia sus expectativas frustradas, no porque Bush no quisiera cumplirlas, sino porque es imposible llevarlas a cabo de instaurar en el país más poderoso un imperio puritano y totalitario.
En la actual circunstancia, pues, cualquier caso judicial contra el grupo gobernante, por menor que sea, puede convertirse en una catástrofe política irremediable, y el presidente podría ser la última pieza del dominó que ha empezado a caer. Es inocultable que en Washington se respiran aires que recuerdan los tiempos del Watergate y que Bush está acorralado y a la defensiva.
Sería ingenuo esperar que el ocupante de la Casa Blanca fuera tocado por la justicia de su país en relación con actos mucho más graves y ofensivos que la delación de una espía: las torturas, la violación de derechos humanos dentro y fuera del territorio estadunidense, la destrucción y el saqueo de un país, y la negligencia criminal frente a los efectos de Katrina, por ejemplo.
De hecho, el dimitente Libby ni siquiera ha sido acusado de descobijar a Valerie Plame, sino de obstruir la justicia en su intento por encubrir esa acción vergonzosa. Como quiera que sea, luego del sufrimiento y la devastación humana, material, social e intelectual causadas por el actual gobierno de Estados Unidos, tanto dentro como fuera de sus fronteras, cabe esperar que los habitantes de ese país logren sacudirse a Bush por cualquier vía legal, a fin de acortar de esa forma una de las presidencias más inmorales e ineptas de su historia y enviar al mundo una señal esperanzadora.