Sergio Hernández en el museo Cuevas
Entre los escasísimos espacios museísticos a los que tienen acceso los artistas de México, que quieren presentar una muestra individual, está el Museo José Luis Cuevas, de difícil acceso durante varios días de la semana, debido al ambulantaje. Los días de inauguración se ve concurridísimo, y así sucedió, me dicen, la noche en la que se abrió la exposición de obra reciente de este artista oaxaqueño, tan procurado por el coleccionismo de todos niveles.
Claro que para calibrar realmente lo que allí se presenta hay que asistir en día diferente al inaugural, con objeto de que sean las piezas exhibidas el motivo central de la visita.
La museografía de Manuel Alegría -cercana a la perfección-, la iluminación adecuada, el trato que el personal da a los visitantes (cuando los hay) es de excelencia y por eso hay que felicitarlos, incluyendo a los custodios.
Se ha dicho en reiteradas ocasiones que no hay una ''Escuela oaxaqueña". La actual exposición de uno de los más conspicuos representantes de la pintura y escultura en Oaxaca y lo que puede verse en las galerías de dicha ciudad, aun si excluyésemos a Francisco Toledo, justamente premiado con el Nobel alternativo, provocan que la situación se replanteé. Hernández goza de un éxito desmedido y es, tal vez, ''la esencia de lo oaxaqueño", no sólo por sus arenas de diferentes texturas incorporadas a los pigmentos, o por la ocupación de los elementos que saturan los espacios, sino también por la iconografía que reitera motivos diversos, por las retículas (no perceptibles de primera mano) que rigen las composiciones y más que nada por el color, un color que se identifica plenamente con la idea que tenemos de la pintura oaxaqueña (no derivada de Tamayo ni de Toledo) y sí con las arenas, los vegetales, la fruta, la atmósfera y sobre todo las artesanías de la región. Pululan los seguidores, ¿o coincidentes?, con Hernández en Oaxaca.
Las piezas actuales son eclosiones sensuales que encuentran un receptáculo más que adecuado en este artista que se alimenta tanto de su propia retórica, como de la que ha creado ese entorno mágico que puede volverse por momentos dramático e igual tornarse trivial.
Convivir con esos cuadros es por naturaleza gratificante y tengo para mí que Sergio Hernández lo sabe a conciencia. Y si lo sabe, quizá piensa que tiene que ser fiel a sí mismo, pues ¿qué sucedería si empezase a pintar, de la noche a la mañana, como Rothko? (vea el lector la exposición de Rothko en el Museo de Arte Moderno).
Negar el talento de Hernández sería querer tapar el sol con un dedo y no me refiero sólo a sus pinturas, también a los numerosos bronces patinados que se exhiben, varios de los cuales hacen sonreír, en tanto que otros recuerdan sus fuentes, entre las cuales está Dalí en algunos de sus objetos.
Hay un bronce que hace evocar a Edvar Munch y no únicamente porque se denomina El grito. En todo caso pinturas y esculturas crean un discurso mixto, pues las esculturas la verdad no glosan las pinturas, aunque el imaginario que las anima se les sume.
Las hay que provocan amplias (ambiguas) sonrisas, como Florero, del que emergen no ramas o flores, sino miembros humanos, en tanto que el Niño cangrejo, apeado en una pija, deja ver sus pies debidamente calzados al estilo Toledo. El Caballo de Troya no deja de ser la versión ''culturalizada" de los alebrijes.
La exposición remata con un díptico de 180 x 360 titulado Escorpiones que es, tal vez, la pieza maestra de la exposición por su armazón cromática en la que predomina el azul ligeramente verdoso como fondo acuoso en el que flotan las figuras, es como La primavera de los escorpiones, de Hugo Argüelles, que el extinto cineasta Del Villar llevó al cine.
Pero no sólo esa pieza es vistosa, atractiva y decorativa (cosa que no es un defecto) y de excelente nivel, hay muchas otras, y todas encontrarán dueño, si no es que ya lo encontraron. ¿Es Sergio Hernández hoy día un artista-empresa?
Me inclino a pensar que sí, como también lo fue su antecesor Cabrera y como lo fue igualmente Rubens.
Se publicó un catálogo de la muestra e ignoro la razón por la que las reproducciones de las pinturas no se corresponden mas que en casos excepcionales con los originales, de modo que si uno quiere darse una idea, no existe otro modo de ''apropiarse" (culturalmente) de estos objetos, más que irlos a confrontar directamente donde se exhiben, algo que todavía puede hacerse durante estos días.
A veces dan la impresión metafórica de ser grandes pasteles afrutados debido a sus texturas -pero al decir ''pasteles" no me estoy refiriendo a la técnica de la pintura al pastel-, sino a los pasteles que se comen.