En Huixtla, historias de rebeldía ante el infortunio
Sobrevivientes de Stan luchan por rescatar algo de lo perdido, aunque sean migajas
Ampliar la imagen El puente sobre r�Huixtla se parti� dos con la crecida de las aguas y se llev�tres personas, quienes desaparecieron entre el lodo FOTO Alfredo Dom�uez Foto: Alfredo Dom�uez
Ampliar la imagen Reynaldo P�z, de 75 a� es fiel reflejo de la lucha por la sobreviviencia en el poblado chiapaneco de Huixtla FOTO Alfredo Dom�uez Foto: Alfredo Dom�uez
Huixtla, Chiapas, 24 de octubre. Machete en mano, agarrado con su mano libre a un grueso cable que le ayuda, con no poco esfuerzo, a no ser engullido por la corriente del río que se salió de madre hace 20 días, Reynaldo Pérez, de 75 años, es el puro espejo del sobreviviente. Pasó el huracán Stan por estas hermosas tierras verdes, medio mexicanas, medio centroamericanas, que al fin viene a ser lo mismo, porque así lo dicta la realidad. Pero Reynaldo, que llegó a Huixtla con ocho años de edad, se niega a rendirse pese a que perdió hasta los calcetines.
Como Motozintla, esta localidad de poco más de 50 mil habitantes es una más de las heridas abiertas por el inclemente meteoro. Piedras, agua y lodo por todas partes. Y, sobre todo, ejércitos civiles batallando por rescatar algo de lo perdido, aunque sean migajas.
Reynaldo, a pesar de Stan, es un personaje. Tal vez más que antes de la tormenta. Nació en la sierra del Soconusco, en Huehuetán, y llegó a Huixtla porque sus padres se cansaron de vivir en el aislamiento. Igual de precavidos se mostraron sus futuros suegros, que salieron de Huehuetán casi al mismo tiempo.
Ahí nació eso que llaman amor. De manera que Reynaldo, en cuanto cumplió los años requeridos en estas tierras para el casorio, desposó a su amiga de siempre.
Procrearon 10 hijos, de los que viven siete, y hace cinco años Reynaldo y su esposa decidieron separarse, pese a que sus hijos se arrastraron ante ellos para impedirlo: ¨Es que ya no hallábamos cómo aguantarnos¨, sentencia Reynaldo blandiendo su machete.
Pero la separación de la que habla el venerable viejo no impidió que su ex señora siguiera viviendo bajo el mismo techo. Cuando en la madrugada del pasado 4 de octubre el río Huixtla, como todos los ríos de Chiapas, comenzó a salirse de madre, Reynaldo ordenó a sus hijos, que vivían con él, que salvaran a su medio ex esposa. Esa fue su primera preocupación.
Minutos antes de la plática con esta suerte de Robinson Crusoe chiapaneco, el fotógrafo de La Jornada, Alfredo Domínguez, llamó la atención a quien esto escribe sobre la singular pelea que un anónimo anciano sostenía contra la inclemente correntada.
Ahí, Reynaldo se hizo de carne y hueso. Ahí comenzamos a entender el alcance del coraje chiapaneco, la rebeldía natural contra los designios de cualquier índole.
El viejo se niega a salir de su destrozada casa. Duerme en la azotea, pegado al machete, para impedir que le roben las tejas de su morada. Es lo único de valor que le quedó. Lo demás se lo llevó Stan con la ayuda posterior de los infaltables saqueadores. Reynaldo cuenta que cuando se deja llevar por el ofuscamiento sueña con machetear a los bandoleros que se mueven en la nocturnidad para llevarse lo que quedó.
El viejo, cuyo vigor desmiente su confesada edad, recuerda la fatídica madrugada del 4 de octubre en pocas líneas: "es la primera vez que he visto algo así". Y embalado, se refugia en una sentencia lapidaria: "solamente Dios sabe lo que va a hacer".
El hombre vive, o vivía, en la colonia Santa Cruz, convertida hoy en dantesco escenario de agua y lodo. La mayoría de las casas de esta colonia donde habitaban poco más de tres mil personas, están hoy cubiertas por la naturaleza. Los damnificados, salvo el terco de Reynaldo, se encuentran en albergues o con familiares.
Cerca de donde nuestro fotógrafo encontró a Reynaldo vivía la familia Bonilla, y también estaba la ineludible cantina, presa hoy, con todo y sus espirituosos contenidos, de la ruina provocada por Stan.
Ahí nos topamos, después de una penosa travesía terrestre-acuática por buena parte de las azoteas de la colonia Santa Cruz, con Roberto Bonilla, un fornido hombre de 34 años que, desesperado y sin pausa, procedía a desclavar las láminas de zinc que eran el tejado de lo que alguna vez fue su reluciente casa, orgullo de su vida.
Como el viejo Reynaldo, Bonilla no quiere que los saqueadores se lleven lo único que quedó a salvo de su propiedad. A este hombre lo ayuda su cuñado; los Bonilla ocupaban tres casas en un radio de cerca de 800 metros cuadrados. El cuñado de Roberto terminó de hacer su casa hace un año, después de invertir poco más de seis en su construcción. Hoy, como Roberto, como el viejo Reynaldo y como muchos ciudadanos del Soconusco, se quedaron con una mano delante y otra atrás.
Pablo Tapia (30 años), nació en Oaxaca, como su padre, del mismo nombre. Pero el joven, electricista de profesión que vive en Guadalajara, se siente de Huixtla porque aquí llegó su familia siendo él muy niño. Su progenitor desapareció por ahí de las ocho de la mañana del 4 de octubre. Era repartidor de gas y manejaba un camión de tres toneladas.
Esa mañana, Pablo Tapia padre atravesaba el puente de Huixtla, como hacía cotidianamente. Pero el río estaba muy bravo y un policía municipal trataba de detener el tránsito para evitar mayores problemas. Tapia detuvo su camión a mitad del puente para hablar con el policía cuando la estructura se partió por la mitad.
El hombre, su ayudante, el policía y el camión de tres toneladas con todo y sus tanques de gas se fueron al agua. Su hijo, quien relata a este periódico lo sucedido con una serenidad estremecedora, busca su cuerpo con la ayuda de una brigada de topos de la ciudad de México. Pero no hay manera: es tal la cantidad de lodo que es imposible comenzar a trabajar mientras la corriente no amaine.
Eso sucedió en una localidad distante 40 kilómetros de Tapachula, en una comunidad que estuvo aislada por carretera hasta hace siete días. En una ciudad donde Stan destrozó 3 mil 180 casas, dejó dañadas parcialmente otras 791 e inundadas totalmente 663.
Motozintla, Huixtla y Tapachula son la aproximación descarnada a un desastre de alcances difícilmente imaginables.
Hay decenas y decenas de caseríos totalmente aislados. Se cree que sus pobladores están vivos porque habitan en las zonas altas de la sierra, pero nada más. Por más que las autoridades se esfuerzan en llegar a esas zonas, el clima se empeña en convertir la intención en misión imposible.