Usted está aquí: martes 18 de octubre de 2005 Mundo Un plato de arroz

Pedro Miguel

Un plato de arroz

La dicha tiene múltiples caras. Puede venir en forma de oficina con ventanales que dominan la ciudad, un escritorio mientras más grande más vacío, para enmarcar la propia trascendencia, y apabullantes muebles de cuero para sentar a las visitas. En ese entorno, el sujeto de la felicidad resuelve con solicitud los problemas de los demás, gira instrucciones a sus subordinados, crece a los ojos de sí mismo como gestor bienaventurado de vidas y haciendas. En los estacionamientos del sótano, un vehículo con blindaje del nivel 3, extensión natural del espacio de trabajo, espera el tiempo que sea necesario a su Pasajero para que éste viaje en pos de otros conflictos a solucionar, nuevas situaciones difíciles que requieren de respuestas in situ, helicópteros y aviones privados que lo conducirán, a su vez, a la cima de la importancia: encuentros con otros igual de grandes, primus inter pares, citas con la primera plana que habrá de sedimentarse -ya lo verán- en manual de historia. Los orgasmos que da el poder (administrativo, mediático, político) son, como se han atrevido a confesar unos cuantos de sus protagonistas, inconmensurables.

Cuando no se tiene a la mano a nadie a quien mandar ni a colectividad ni persona alguna a cuyo beneficio se destinen los esfuerzos y los desvelos, hay el aceptable sucedáneo de las cosas: obedientes, relucientes en su juventud, monumento a los ingenieros primordiales que convirtieron su pensamiento en residencia alfombrada, en automóvil Mercedes Benz, en aparato Sony o, por lo menos, en electrodoméstico Moulinex. La posesión brinda una felicidad un tanto fugaz, pero estable y reproducible en encuentros posteriores con el mármol de los acabados, el botón de mando, la palanca de cambios, la tecla que desencadena una multitud de instrucciones y de comunicaciones tersas. Esta clase de dicha la conoce cualquier pasante de mercadotecnia y es uno de los pilares de la civilización contemporánea.

Otra posibilidad para los momentos de ocio es la comunión con Dios. (No es la menos importante: va la enumeración en este orden, dicho sea de paso, no porque el Altísimo sea menos trascendente que un puesto en el gabinete o en el consejo de administración, y ni hablar de un herético sitial más bajo que el de una licuadora, sino por simple reflejo de las prioridades de la sociedad moderna.) No hay quien se resista al trance cuando el Supremo Hacedor se digna a hablarle al oído, cuando se es depositario de una Gracia que equivale a una distinción enorme y un privilegio excepcional, cuando se tiene la fortuna inmensa de saberse consciente de Dios y acaso tal vez más de que El Señor lo tenga presente a uno en Su sabiduría esplendorosa. La iluminación, dicen quienes la han vivido, es una de las maneras más altas, no, perdón, la más alta, de la felicidad.

Y qué decir del gozo artístico: la contemplación de la obra terminada, la sólida sensación de haber desbancado, así sea por un momento, Al del párrafo anterior, en las potestades de la creación. Y dónde dejamos el placer del intelecto, ese intenso cosquilleo que experimenta el sabio cuando descubre que la materia es una forma sutil de la nada. Y cómo no referirse al gozo del amor, circunstancia en la que "A veces uno toca un cuerpo y lo despierta / por él pasamos la noche que se abre / la pulsación sensible de los brazos marinos", como la cuenta el poeta Aridjis, como la lleva tatuada en la memoria cualquiera que la haya conocido: una intensa confluencia de almas, una acogedora sopa de feromonas.

Así podría seguir la enumeración: el placer de instalarse en la fama, el de la dosis de alguna sustancia, el de la risa, el de comer cerezas hasta una saciedad dulce y pesada.

En varias regiones del mundo la dicha tiene, hoy en día, advocación y rostro más prosaicos. En Centroamérica y el sur de México, en Pakistán, en Indonesia todavía, la idea suprema de felicidad se reduce a la representación mental de una ración de agua y un plato de arroz. En ese par de insumos se condensan la idea de futuro, el sentido del presente y lo que los publicistas -terremotos y ciclones del idioma- llaman "valores aspiracionales".

Con tantas vías que hay a la felicidad, es difícil entender la insatisfacción y la angustia que corroen al mundo moderno.

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