Imágenes de la patria
Cuando llegué a México en 1942, cantábamos en el patio de recreo el Himno Nacional. Después habría yo de saber que Justo Sierra, el abuelo de mi amigo Manuel Peimbert Sierra, quería que cada escuela fuera un templo cívico y cada bandera tuviera su altar. La verdad, los alumnos querían morir por la patria. Lo único que a mí me daba vergüenza era cantar Peregrina, de Luis Rosado Vega y Ricardo Palmerín, porque me parecía lenta, cursi y tediosa, lo mismo que Caminante del Mayab. Pero el Himno Nacional con el sonoro rugir del cañón me incendiaba de amor a México. El himno nos invitaba a la acción aunque sólo fuera jugar a la roña a la hora del recreo. Nos hicimos nacionalistas a morir. México, México, rarrarrá. Nos la vivíamos cantando: Ay, Jalisco, no te rajes, y Me he de comer esa tuna aunque me espine la mano. Muchos años más tarde habría de descubrir que los hombres se matan enarbolando una bandera y que hay grandes trampas en el nacionalismo. ¿Por qué todo en la vida ha de ser arma de dos filos? -me pregunté ingenuamente, pero en esa época Jaime Torres Bodet era secretario de Educación Pública y nos pedía a los mexicanos que enseñáramos a leer al que no sabía en una gran campaña de alfabetización. Recuerdo con qué saña hice sufrir a la muchacha de la casa con mis pretensiones de maestra. Después de lavar nuestros calzones tenía que hacer la tarea que yo le imponía. ¡Y no era poca cosa! Cinco planas de "Mi mamá me ama".
Más tarde habría de enterarme que los perdedores de la guerra civil de España en 1939 eran esculcados en la frontera con Francia y que una vez un soldado francés al ver que un republicano llevaba tierra envuelta en un periódico la tiró al suelo y le preguntó qué era y el otro le respondió:
"Es tierra de España".
Hay que recordar que lo primero que hacía el papa polaco Juan Pablo II al bajar del avión era hincarse a besar la tierra del país que lo invitaba.
Fue bueno y necesario descubrir los "brotes nacionalistas" de finales del porfiriato -como les llama Enrique Florescano- en Manuel M. Ponce, Saturnino Herrán, "La suave patria" de Ramón López Velarde.
Por lo que a la Revolución se refiere, hombres como Pascual Orozco, Pancho Villa, Emiliano Zapata y Felipe Angeles se convirtieron en héroes nacionales y personajes de novelas y obras de teatro. Los fracasados, Mala yerba, Los de abajo y Andrés Pérez Maderista, de Mariano Azuela, nos hicieron cabalgar y asaltar trenes en las batallas de la Revolución. El periodismo gráfico, la fotografía y el cinematógrafo nos brindaron a Agustín y Gustavo Casasola y más tarde a Salvador Toscano. ¡Qué maravilla Memorias de un mexicano! Las empresas cinematográficas como Azteca Films, Aztlán Films, Popocatépetl Films lanzaron películas costumbristas: Tlahuicole, Nezahualcóyotl, Cuauhtémoc, Tepeyac, Sor Juana Inés de la Cruz, novelas de moda como Santa, de Federico Gamboa, con los escenarios de Chimalistac, Chapultepec, Xochimilco y las pirámides de Teotihuacan y otras que hoy por hoy hacen la felicidad de José Luis Cuevas, Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis fanáticos de La banda del automóvil gris.
Durante el gobierno de Alvaro Obregón, Vasconcelos se convirtió en el secretario de Educación más celebrado de nuestra historia. Surgieron los "cursos de invierno" y las "misiones culturales", que inflamaron de fervor nacionalista a pintores y grabadores de la talla de Pablo O'Higgins y Leopoldo Méndez. El francés que tanto se ha ocupado de nuestra literatura, Claude Fell, escribió un espléndido libro sobre su admirado Vasconcelos al que siguió otro no menos admirativo de José Joaquín Blanco. En tirajes de 25 mil ejemplares, Vasconcelos publicó desde Homero, Esquilo y Sófocles, hasta Cervantes y Goethe, en total 17 títulos que se repartieron en cientos de bibliotecas o se regalaron. Muchos criticaron esta medida vasconcelista, diciendo que eran libros tirados al abismo, pero alguna vez un campesino en Ocosingo después de una conferencia sobre Sor Juana me preguntó por qué no había yo hablado de Segundo sueño. Ante mi asombro me dijo que gracias a Vasconcelos en su casa habían leído a Shakespeare y a Platón.
Con su idea de la "raza de bronce" Vasconcelos incluyó a los indígenas y a sus artesanías en la vida cultural del país y habló de su estilo, sus mitos y leyendas, su mundo rico y anónimo. Pero quizá lo más importante es que al tomar posesión de la Secretaría de Educación inició un formidable movimiento muralista oficiado por tres grandes sacerdotes: José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros.
El muralismo fue un choque cultural. Nunca se habían pintado indígenas o trabajadores en kilómetros y kilómetros de muros; nunca se habían descrito fiestas populares como el Día de Muertos y la quema de judas; nunca, salvo en los grabados de José Guadalupe Posada, el personaje central había sido el pueblo. ¿Qué eran esos monotes? La crítica fue acerba, el vandalismo tremendo, la clase media dijo que Diego Rivera pintaba figuras trenzudas y feas porque retrataba a su mujer, Lupe Marín.
Narciso Bassols, secretario de Educación Pública, tenía la certeza de que el desarrollo del país dependía de la transformación del campo. De ahí que le diera prioridad a la educación rural.
Al amparo de las nuevas instituciones educativas y culturales, artistas y escritores crearon revistas distintas a lo que quería el gobierno. Los Estridentistas y los Contemporáneos, herederos del Ateneo de la Juventud, fueron distintos. Ermilo Abreu Gómez, enemigo de los Contemporáneos, lanzó la revista Crisol y afirmó que "sólo partiendo de la literatura hablada puede desprenderse la literatura escrita propia y digna de la nación". Más tarde, y siguiendo al inteligentísimo Jorge Cuesta, Alfonso Reyes habría de zanjar esta discusión diciendo que para ser provechosamente nacional hay que ser generosamente universal.
En esos años el PNR (Partido Nacional Revolucionario) propuso construir un monumento a la Revolución de 1910. El "jefe máximo", Plutarco Elías Calles, se lo encargó al arquitecto Carlos Obregón Santacilia, quien convirtió el esqueleto del inconcluso Palacio Legislativo en el Monumento a la Revolución. A mí el monumento me parece una granada de cañón negra y aunque ya me he acostumbrado, sigue amenazándome como un bólido que pretendiera perforar el cielo.
Con el llamado "milagro mexicano" México pasa de agrícola a industrial y el sur del Distrito Federal se convierte en la cuna de la maravillosa Ciudad Universitaria. Teotihuacán, el Museo Nacional de Antropología, el Museo del Virreinato y el Museo Nacional de Arte Moderno son los hitos de aquellos años. A partir de los años sesenta, la raíz indígena y los iconos del nacionalismo pierden fuerza. Después de la Segunda Guerra Mundial, el Taller de Gráfica Popular, que tanto luchó con sus carteles en las calles del ahora Centro Histórico contra el fascismo, también se diluye. Nos invaden los personajes de Walt Disney y comemos en Mc Donalds. Sin embargo, persisten por ejemplo los calendarios de Jesús de la Helguera, quien celebra con una cursilería maravillosa la leyenda de los volcanes. Jorge González Camarena también hizo alegorías de La Patria y es clásica su ilustración de la portada del libro de historia de la SEP de los años sesenta. Pero desde luego su pintura no puede comparársele a la de los Tres Grandes.
Ante la crisis de identidad posterior al muralismo, Jesús Silva Herzog, director de la revista Cuadernos Americanos, se levantó para decirnos con voz de trueno: "La Revolución Mexicana ya no existe; dejó de ser, murió calladamente sin que nadie lo advirtiera". En ese momento afloró la pregunta sobre la identidad del mexicano. Los mexicanos debían tener un complejo de inferioridad, eran unos "pelados" que carecían de cultura propia y vivían inmersos en una mezcla de culturas como lo dice Samuel Ramos en su libro El perfil del hombre y la cultura en México, que retoma Octavio Paz en su Laberinto de la soledad, evangelio que durante muchos años fue la llave de entrada de los intelectuales que viajaban a nuestro país.
Surgieron otras investigaciones en torno a la identidad mexicana como México profundo, de Guillermo Bonfil, México imaginario, Las salidas del laberinto, de Claudio Lomnitz, La jaula de la melancolía, de Roger Bartra, y, desde luego, las extraordinarias crónicas de Carlos Monsiváis.
Los 500 años del descubrimiento de América se convirtieron en protesta por la opresión de los indígenas. El apoyo armado de 1994 que los indígenas de Chiapas dieron a la insurrección encabezada por el subcomandante Marcos, y que más tarde ratificaron otros grupos indígenas, marcó el rompimiento de los nuevos zapatistas con el indigenismo oficial, la utopía del mestizaje y la llamada izquierda mexicana.
La crisis política que vive el país es real y se une a la crisis de identidad desatada por el ascenso del corporativismo, los reclamos de los grupos indígenas y neoindigenistas, el incremento de las reivindicaciones particulares y regionalistas y el gran desafío de la globalización, cuya presencia en los medios de comunicación, es una realidad desde finales del siglo pasado.
Finalmente una nota personal. Nadie se acomoda los cabellos como Enrique Florescano. El suyo es un peinado antiguo muy parecido al de Marcel Proust. Nadie promueve a sus amigos como Enrique Florescano. En general los historiadores se preocupan más por los muertos que por los vivos. En un mundo intelectual al que le falta generosidad, Enrique organiza, inventa, apoya. Es a la cultura mexicana lo que Toledo a la pintura: un hacedor, un constructor, un benefactor. En sus textos siempre rinde homenaje a aquellos que cree lo merecen. Quizá su profundo conocimiento de los horrores del pasado lo ha hecho tan propositivo y tan capaz de reconocer los méritos ajenos. Será porque está contento consigo mismo y su obra lo satisface. Nadie escribe sobre México con ese amoroso deleite. Sus libros son el camino a lo más alto del volcán Popocatépetl, a la cima del Pico de Orizaba. Enrique Florescano corona los volcanes y de paso nos envuelve en la bandera de México, nos ciñe la frente con las ideas de nuestros antepasados que olvidamos con tan estúpida facilidad, nos hace amar nuestros símbolos patrios y reconocer que la tierra es sagrada.
Dicen que los Niños Héroes nunca existieron como tampoco existió el Pípila pero mienten porque ahí está Enrique Florescano. El es el niño héroe, él es el Pípila y lo saludo respetuosamente con toda y la larga cauda de libros que lo engrandecen.