Usted está aquí: sábado 24 de septiembre de 2005 Cultura Anna Capuleto y Rolando Montesco

Juan Arturo Brennan

Anna Capuleto y Rolando Montesco

La mañana del lunes 19, los vetustos mármoles del Palacio de Bellas Artes amanecieron más brillantes y luminosos que de costumbre; la noche anterior habían sido pulidos por las extraordinarias voces de la soprano rusa Anna Netrebko y el tenor mexicano Rolando Villazón.

Estos dos singulares cantantes y actores se encargaron de protagonizar la última función de la ópera Romeo y Julieta, de Charles Gounod, y confirmaron que, a diferencia de tantos otros casos en que nuestro culto público se deja engañar por promotores vivales y cantantes ya muy venidos a México (la frase es de Joaquín Gutiérrez Heras), la expectación previa estuvo plenamente justificada.

La oportunidad de haber escuchado antes a Villazón permitió constatar un sólido crecimiento vocal y actoral que le permite, en este momento brillante de su carrera, un amplísimo registro como intérprete de ópera.

Por otra parte, la oportunidad de mirar y escuchar por vez primera a Netrebko dio lugar a la confirmación de que todo lo que se ha dicho y escrito sobre ella es exacto, y que nada hay en su trayectoria de la hipérbole mediática que suele ro-dear a cantantes menos profesionales y menos dotadas.

Entre las muchas virtudes que se pueden señalar en el trabajo de la soprano rusa se encuentra, en primer lugar, una asombrosa homogeneidad vocal a lo largo de todo su registro y a lo ancho de toda la dinámica, que le permite cantar con la misma expresividad y precisión los pasajes musicales más variados.

Y aunque pudiera sonar contradictorio, esa misma homogeneidad le confiere a su voz una rica y sugerente gama de colores. Si la voz de Anna Netrebko es un prodigio, no lo es menos su capacidad como actriz. Se trata de una intérprete que, plenamente consciente de que está sobre las tablas de un teatro, no deja de actuar ni por un momento.

Entre las muestras notables de esta excelencia histriónica cabría mencionar, por ejemplo, el momento en que Julieta Capuleto descubre que Romeo se apellida Montesco, y que ha estado, literalmente, durmiendo con el enemigo. La fiesta sigue y Julieta es convocada al baile; pero mientras la doncella se une a regañadientes a la celebración, Anna Netrebko llena el escenario con su acongojada y dolida presencia.

Al respecto, sería posible hacer una observación análoga sobre Rolando Villazón, que en ningún momento se olvida de que allá arriba es Romeo, y lo sigue siendo aunque el centro de la acción se haya desplazado a otra parte del escenario. Así, la combinación escénica de Netrebko y Villazón produce una pareja de amantes de Verona totalmente verosímil tanto en lo vocal como en lo teatral, lo que me lleva a glosar, una vez más, el controvertido asunto de la importancia del casting en la ópera.

Muchas voces lo dijeron esa noche: ''Villazón y Netrebko son Romeo y Julieta". A la vez que concuerdo plenamente, afirmo que nunca podría creer, por ejemplo, que Luciano Pavarotti y Joan Sutherland pudieran ser la rencarnación operística de los desdichados amantes. Sigo creyendo, en cambio, que se equivocan aquellos que dicen que en la ópera sólo importan las voces, y que la apariencia física y la capacidad histriónica son prescindibles. ¿Cómo creer esto, si la ópera es mitad teatro y mitad música?

El caso es que Netrebko y Villazón tienen, evidentemente, todas las herramientas para representar y cantar de manera verosímil a cualquier pareja protagónica del gran repertorio de ópera. En este contexto, cabe destacar que Anna Netrebko, de presencia escénica incomparable, defendió generosamente a su colega Deborah Voigt, marginada de sus labores operísticas precisamente por problemas de presencia física.

Para abundar en la parte musical de esta memorable representación de Romeo y Julieta, señalo que si las voces individuales de Netrebko y Villazón resultan de un alto calibre, el color combinado de ambas en los duetos resultó riquísimo, confirmando aquello de que en ocasiones el todo es más que la suma de sus partes.

El coro y la orquesta del Teatro de Bellas Artes, bajo la batuta de Enrique Patrón de Rueda, dieron algo extra para estar a la altura de la brillante pareja protagónica, y la dirección de escena de Alejandro Chacón resultó eficiente, ayudada por una sencilla y funcional escenografía de sólo dos elementos giratorios que cumplió bien su cometido de abstracción.

Después de todo, en ausencia del oropel de la Verona renacentista, las voces y las presencias de Anna Netrebko y Rolando Villazón llenaron con creces el espacio, y le hicieron justicia plena a William Shakespeare.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.