Lo saben obreras como Susana, quien no sale de su casa sin un cuchillo "por si se necesita"
Vivir entre el miedo y el peligro, desafío de colonos en Ciudad Juárez
Lejos de la versión oficial de progreso, en esta región priva la desconfianza de sus habitantes
Ampliar la imagen Casas de Valle de Anapra, en las faldas del cerro de Cristo Negro, donde habitan cientos de obreras de la maquila FOTO Jes�tista Foto: Jes�tista
Ciudad Juárez, Chih., 20 de septiembre. Vivir en Juárez es un constante vencer el miedo. Temor que se siente, se nota en el gesto contraído de las trabajadoras de la maquila que abordan las ruteras (camionetas de transporte colectivo) en las colonias populares para trasladarse a las plantas industriales; en la gente que transita por la peligrosa zona centro y hasta por las avenidas que conducen a los puentes internacionales para ir a la vecina población de El Paso, Texas.
Agobiados por el calor, miles de juarenses, nativos y avecindados, le dan vida a esta ciudad que, no obstante su poderosa industria manufacturera y su alto índice de ocupación laboral, se ha convertido, junto con Nuevo Laredo, Tamaulipas, en símbolo nacional de la inseguridad, la drogadicción, el crimen, los enfrentamientos entre bandas de narcotraficantes, polleros y grupos que dominan el jugoso negocio de los antros y los giros negros que pululan por doquier.
Por sobre la visión oficial y de los grupos económicos dominantes, que habla de progreso, en Juárez se otea el peligro a cada paso.
Lo saben las obreras de la maquila que salen en la madrugada, caminan largos trechos por calles sin pavimentar, sin electrificación y sin drenaje para abordar camiones desvencijados rumbo a la jornada laboral de ocho horas en los parques industriales, mientras sus hijos esperan el retorno, solos, en casuchas de madera, hornos que en verano alcanzan temperaturas hasta de 43 grados y son congeladoras durante el duro invierno de esta zona desértica.
Vivir en Rancho Anapra
Susana Ruelas y Gaby Romero saben de miedo. Lo viven a diario en sus casas de Rancho Anapra, en las faldas del cerro del Cristo Negro -famoso por los cadáveres de mujeres que han sido abandonados en la zona-, desde donde caminan diez cuadras para tomar un camión de la Ruta 10 que las lleve al centro de la ciudad.
De cabello teñido de rubio, cubierto de goma para sostenerlo en una cola de caballo, con el rostro sudoroso y los zapatos llenos de arena, Susana, de 20 años, desconfía de todos. La vestimenta tipo cholo (pandillero) disimula su delgadez extrema. Es miércoles, su día de descanso en la maquiladora, y aprovechó el asueto para ir al centro a comprar artículos de arreglo personal.
A bordo de un camión sucio, con asientos destrozados y grafiteados, cuenta que labora en el primer turno de la maquiladora Human (International Human Capital). Se levanta a las 4 de la madrugada para arreglarse y abordar la rutera. Dice que cuando sale de su casa lleva en la mano un filero (cuchillo) para defenderse "si se necesita".
A las 14:30 horas, las calles de Anapra y Rancho Anapra se inundan con las nubes de polvo que levantan las ruteras especiales al circular para recoger a las trabajadoras que comienzan turno a las 16 horas. Treinta o cuarenta camiones suben y bajan por vías empinadas e irregulares, se adentran entre las casas de cartón construidas en las lomas, desde cuya puerta se divisan el free way y las amplias calles de El Paso, a unos metros de la malla divisoria que aísla al American way of life.
A las ruteras se suben principalmente mujeres. Su mano de obra es la de mayor demanda en los plantas maquiladoras. Eso es notorio. Mientras ellas se preparan para la jornada de trabajo sus hombres, cerveza en mano, platican con amigos al cobijo de cualquier sombreado.
Como Susana, cientos de mujeres dejan sus casas al amanecer o en la tarde para ir a la planta. La mayoría van y regresan con miedo a sus viviendas, en las que se quedaron los niños, a veces vigilados por la vecina.
Lo mismo hace Gaby. Ella tiene 18 años y desde los 15 trabaja en una tienda del centro, donde vende ropa y artículos de belleza. Responde a las pregun-tas con monosílabos apenas audibles, mientras escudriña a cada pasajero que aborda el camión de la Ruta 10 que la lleva de su casa al centro de Juárez, después de un largo recorrido de 50 minutos por las polvosas e irregulares calles de Rancho Anapra.
Ya en el centro se baja en la calle Mariscal, a un lado de la plaza de armas y la catedral. Se pierde entre el gentío que entra y sale de cientos de negocios dedicados a la venta de comida, ropa, o que ofrecen servicio de llamadas de larga distancia, y decenas de bares salones de baile y hoteles ruinosos.
Angie tiene 43 años. Este día enfundó su obesa figura en unos pantalones vaqueros de color negro, a juego con botas y sombrero; blusa de pronunciado escote, en el mismo tono, que es incapaz de disimular las gruesas carnes. El exagerado maquillaje del rostro, ajado por los años y las desveladas, se queda pegado al pañuelo desechable con el que seca el sudor que le corre a chorros por la frente y las mejillas, mientras el camión urbano la lleva al Club Montes, donde empieza su turno de mesera a las 5 de la tarde y del que saldrá con la luz del amanecer, luego de atender a los clientes que pagarán por su compañía.
Dice que su nombre real es Angélica, pero prefirió abreviarlo desde hace años, cuando llegó a Juárez procedente de Guasave, Sinaloa, en busca de cruzar al otro lado. No lo logró y se quedó a trabajar en los bares que rodean la zona del Puente Santa Fe. Ha sido mesera en casi todos los establecimientos de la región para mantener a sus cinco hijos, el más chico de nueve años, que se queda en su casa de Anapra, donde ahora vive, después de haber pasado por las lúgubres vecindades de la Chaveña, una de las viejas y céntricas colonias juarenses.
"Acá por lo menos no pago renta. Ya tengo el terrenito y dos cuartos de material. Antes vivía en paredes de cartón, cuando recién llegamos a formar la colonia, hace como 12 años", relata mientras aprieta fuertemente un maltratado bolso de mano sobre su regazo.
Desde que subió al camión su vista se clavó con curiosidad en la reportera, hasta que por fin, luego de contestar preguntas, formuló las suyas: "¿Qué hace aquí? ¿Qué quiere saber? ¿No le dijeron que Anapra es peligroso? Luego se le nota que no es de aquí. No se quede sola en el centro, menos si es tarde, al rato se pone feo", advierte antes de anunciar que llegó a su destino.
Pide su parada en la calle Mariscal, a un costado del Pollo Infeliz, un local sucio donde un hombre moreno y sudoroso, de mandil grasiento, vigila un asador lleno de pollos cocinados al carbón.
Por la noche el centro de Juárez se convierten en un hoyo negro. Sus calles son dominios de vendedores de droga, polleros, indocumentados, borrachos y malandros de toda estofa que hacen suyas las calles semioscuras, llenas del ruido estridente de bares y lupanares donde se puede satisfacer cualquier vicio.