La metamorfosis de las víctimas
Dos meses después de los terremotos de septiembre 1985 que tanto marcaron a México, el poblado de Armero, en Colombia, fue sepultado por un lahar. Más de 23 mil personas murieron en lo que fue uno de los peores desastres de la historia.
El lahar (avalancha de lodo, piedras y árboles provocada por el deshielo repentino del casquete de hielo en un volcán) fue provocado por la erupción del Nevado de Ruiz. La noche del 12 de noviembre de 1985 la erupción se intensificó con flujos piroclásticos provenientes del cráter principal. Sin embargo, los encargados del monitoreo del volcán se retiraron de la escena porque simultáneamente se desató una violenta tormenta eléctrica. Los instrumentos para vigilar posibles desplazamientos de un lahar se quedaron sin operadores. El alud avanzó a una velocidad de 30 kilómetros por hora y recorrió 90 kilómetros. De haber estado en operaciones los instrumentos de monitoreo, se habría dado la alarma y la evacuación se hubiera llevado a cabo. Eso no sucedió y cuando llegó la avalancha en la madrugada del 13 de noviembre ya era demasiado tarde.
La lección es clara. Es esencial dejar de pensar en las personas afectadas por un desastre como "damnificados" y comenzar a concebirlas como el principal recurso para contrarrestar los daños. Pero en la cultura del manejo de desastres, esta idea no es compartida. Es normal: los expertos consideran que saben todo y que los pobladores son simples víctimas a las que, en todo caso, hay que informar del peligro y auxiliar en caso de siniestro.
Las personas que habitan una zona propensa a ser afectada por desastres naturales (volcánicos, sísmicos o meteorológicos) son el principal recurso para prevenir y mitigar los daños por tres razones básicas. Primero, conocen el lugar mejor que nadie. Saben dónde están todos los recursos de la zona. Y, si se les prepara con apoyo técnico antes de que ocurra el siniestro, sabrán dónde están las rutas de escape, la ubicación de zonas seguras, así como los centros de acopio de medicamentos, alimentos y herramientas.
La segunda razón es que ya están en el terreno, están diseminados en toda la zona y pueden proceder inmediatamente al rescate de heridos. Estudios llevados a cabo durante la Década sobre Desastres Naturales de Naciones Unidas muestran que en algunas catástrofes el aumento en el número de víctimas fatales se debió a que el rescate tardó demasiado en llegar y no tanto al efecto inmediato del siniestro.
La tercera razón es quizás la más importante: los habitantes de una zona con altas probabilidades de ser afectada por un desastre tienen un compromiso más fuerte con sus comunidades por ser el lugar en el que viven. No van a abandonar los sistemas de monitoreo y de alerta temprana porque hay una tormenta, y no van a dejar atrás a sus familiares, amigos y vecinos. Sobre todo, no van a abandonar el esfuerzo de reconstrucción porque viven en el lugar afectado.
Este último aspecto del manejo de desastres es uno de los más importantes. Normalmente cuando hay un desastre natural que afecta zonas de mayor pobreza (fuertemente correlacionadas con la vulnerabilidad extrema), las muestras de apoyo se manifiestan de manera muy intensa en los días y semanas que siguen. Pero a medida que se arrastran los meses, el apoyo comienza a menguar y hasta desaparece. En esa etapa del desastre es cuando la reconstrucción alcanza su fase crítica y normalmente es cuando la ayuda se reduce notablemente. Si las víctimas han sido devaluadas al rango de "damnificados", la pasividad se convierte en parálisis, todo conspira para que la reconstrucción se vea truncada.
A pesar de todos estos argumentos de sentido común, los planes para la prevención y manejo de desastres normalmente siguen partiendo del supuesto de que los habitantes de zonas siniestradas son simples víctimas y no un recurso para neutralizar los daños. ¿Por qué? La metamorfosis de víctimas en recurso requiere movilización, entrenamiento, y sobre todo, conciencia de que los habitantes de zonas vulnerables pueden tomar la vida en sus manos y forjar su propio destino. Eso, simple y llanamente, es muy subversivo y el poder no lo ve con buenos ojos.
Todas estas consideraciones se aplican mutatis mutandis a todo tipo de desastres, incluso a los de muy lento avance o cambio secular: erosión, deforestación o desertificación. Estos desastres avanzan lenta, pero constantemente. Son como la pobreza, el otro gran desastre que nada tiene de "natural". Cuando las cosas se ven desde esta perspectiva, el tema de la movilización rápidamente adquiere otro significado.
La conversión de víctimas en recursos activos requiere no sólo de una inversión significativa, sino de rutinas de entrenamiento constante, y eso conduce a la movilización. De ahí a la toma de conciencia política sobre el origen de muchos problemas (incluso la alta vulnerabilidad derivada de la pobreza) no hay más que un paso. ¡Ni lo mande Dios!