Usted está aquí: miércoles 21 de septiembre de 2005 Opinión Ratzinger en México

Bernardo Barranco V.

Ratzinger en México

Algunos mensajes expresados por el papa Benedicto XVI han causado preocupación y escozor, especialmente entre sectores de la clase política. Nos sorprende más la reacción de diputados, dirigentes de partidos políticos, funcionarios y analistas que los lugares comunes que el papa Ratzinger ha externado sobre la realidad de nuestro país.

Que somos un país donde la corrupción, la violencia y la inseguridad han crecido no es ninguna novedad. Pobreza, desigualdad, exclusión, migración, pérdida de valores, gobiernos rebasados, criminalización de la vida son hechos que a diario nos encontramos en los medios de comunicación. No hay primicias mayores ni diagnósticos abusivos. Sin embargo, que lo diga el Papa, incluso de manera tan genérica, desata la indignación y rasgaduras de vestidos de una clase política que refleja no sólo carencia de memoria, sino que se muestra nerviosa e insegura. El problema no es qué se ha dicho, sino quién lo ha dicho. Molesta que el propio obispo de Roma ya ha externado al mundo algunas de nuestras carencias en un clima local políticamente incierto y abochornado. Dichos planteamientos seguramente han sido elaborados por las aportaciones de los propios obispos mexicanos y de la nunciatura, por lo que el Papa refleja o espejea el sentir del propio Episcopado.

Se evidencia que las heridas provocadas entre la confrontación del Estado y la Iglesia católica, siglos XIX y XX, aún no han cicatrizado del todo. A cualquier provocación puede surgir un neojacobinismo alerta que ha mirado con suma desconfianza el ascenso de una derecha católica en la vida pública. Y señalamos la falta de memoria porque en diferentes oportunidades el Papa ha sido crítico de nuestra realidad y no ha pasado a mayores. Recordemos a Juan Pablo II, en su primer viaje a México en 1979, que comparó a nuestro país con su natal Polonia. Las semejanzas eran tres: ambos países compartían fatalmente sus fronteras con una superpotencia, las poblaciones sufrían regímenes autoritarios que limitaban la libertad religiosa, y ambos pueblos eran profundamente marianos. La clase política lopezportillista tuvo entonces que soportar con dificultad y enfado semejante comparación; las reacciones de los círculos masónicos y liberales fueron de gran malestar. Dichas reticencias fueron opacadas por la inusitada capacidad mediática y de convocatoria que el papa Wojtyla desató en nuestro país. Otro ejemplo lo encontramos en un desorganizado viaje a Europa del presidente Ernesto Zedillo en 1997; recordemos que el Papa de última hora tuvo que aplazar un día su visita a Nicaragua para poder recibir al presidente mexicano, quien había pasado por alto la obligada visita al Vaticano. En aquella ocasión el mensaje de Juan Pablo II fue particularmente severo contra el modelo económico "neoliberal" conducido por el propioZedillo. El encuentro fue áspero y la prensa, más controlada entonces, apenas registró los duros conceptos vertidos por el pontífice sobre el rumbo que el país tomaba.

Un articulista realizó este lunes en El Universal un ejercicio de análisis de los recientes pronunciamientos de Benedicto XVI sobre México. Concluía que el Papa daba línea a la jerarquía para impedir el regreso del PRI a Los Pinos y pedía que se apoyara al PAN, e iba más lejos en su interpretación casi críptica del discurso de Ratzinger: éste solicitaba a los obispos apoyar la candidatura de Felipe Calderón a la Presidencia. Los que tenemos mayor contacto con el tema verificamos que tanto Alberto Cárdenas goza del apoyo del cardenal Sandoval como Santiago Creel tiene mayor cercanía con el cardenal Rivera. Estas fantasías político-religiosas pueden llegar a extremos mayores, que reflejan más las ansiedades domésticas que la lógica de una institución eclesial.

En toda visita ad liminad que los obispos realizan cada cinco años a Roma, la mayor interlocución son las propias estructuras eclesiales. Los obispos, además de visitar colectiva e individualmente al pontífice, recorren las diferentes áreas del Vaticano para alinear visiones y estrategias. Ahí los obispos se percatan de manera directa de los programas que impulsan los diferentes dicasterios, colegios pontificios y secretarías; pueden hacer tours en grupo o con intereses particulares y diseñar sus propias entrevistas; son momentos intensos de inmersión. Por ello, si bien el Papa sabe que sus mensajes serán atendidos por la población, el destinatario privilegiado no es la clase política ni los gobiernos: en sentido estricto son los propios obispos y las estructuras eclesiales locales.

Una lectura alternativa a los mensajes del papa Benedicto XVI puede ser, ante tal diagnóstico pleno de focos rojos, ¿qué hace y qué puede hacer la Iglesia mexicana para acrecentar su presencia e influencia? Cómo ante escenarios degradados, la Iglesia católica puede fortalecerse posesionándose ante una creciente y abigarrada competencia religiosa en el campo popular. El Papa, recordemos, también externó mesura electoral y advirtió como error optar por alguna fuerza política; recomendó atender con mayor ahínco los fenómenos de pobreza, exclusión y migración. Probablemente el Papa y la nunciatura, perciban a muchos obispos absortos en la cosa pública y la vida política, relegando sus tareas pastorales y descuidando roles de guía espiritual y moral.

En suma, miremos los discursos del Papa no sólo con la lente de la coyuntura político-electoral que vive el país, sino con la de la circunstancia que experimenta la Iglesia mexicana, que no acaba de acomodarse ni con la alternancia ni mucho menos con la transición.

 
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