Usted está aquí: miércoles 21 de septiembre de 2005 Opinión Los principios y los fines

Gustavo Iruegas

Los principios y los fines

Ampliar la imagen Aspecto de la sexag�ma sesi�e la Asamblea General de la ONU, en la sede del organismo internacional en Nueva York, el pasado s�do 17 de septiembre FOTO Ap Foto: Ap

En la contradictoria época de la globalización y la hegemonía que vive la humanidad, y en el proceso de cambio interno y ajuste a los tiempos por el que pasa México, se hace necesario revisar lo vigente y lo faltante en los principios normativos de la política exterior mexicana. Analizando el origen y trayectoria de ese cuerpo doctrinario se reconocen tanto su evolución y vigencia cuanto la necesidad de su perfeccionamiento.

El pensamiento germinal de la doctrina de la política exterior mexicana se encuentra en el artículo 9 de la Constitución de Apatzingán, la cual data de 1814. Es un argumento de índole declarativa en favor de la autodeterminación de los pueblos; contra el derecho de conquista; contra el uso de la fuerza, y en favor del derecho internacional con capacidad coercitiva. Se trata del artículo noveno, enmarcado en el capítulo "De la soberanía", que dice: "Ninguna nación tiene el derecho para impedir a otra el uso libre de su soberanía. El título de conquista no puede legitimar los actos de fuerza: el pueblo que lo intente debe ser obligado por las armas a respetar el derecho convencional de las naciones".

Medio siglo después, el presidente Juárez, en el momento de asentar nuevamente al gobierno de la República en la ciudad capital, el 15 de junio de 1867, pronunció el aforismo que ha devenido divisa de la política exterior mexicana: "El respeto al derecho ajeno es la paz."

Pasa otro medio siglo, y tras nuevos episodios de la azarosa vida nacional -una sangrienta dictadura y una no menos trágica revolución social-, México lanza nuevamente a la palestra la doctrina de su política internacional, enunciada en los "pocos, claros y sencillos" principios de la doctrina Carranza.

El primero de septiembre de 1918, el día de la apertura de sesiones del Congreso, al informar de los negocios públicos, dijo el presidente Carranza: "La política internacional de México se ha caracterizado por la seguridad en el desarrollo de los principios que la sustentan. [...] El deseo de que iguales prácticas que las adoptadas por México sigan los países y las legislaciones todas [...] ha dado a tales principios un carácter doctrinario muy significativo, especialmente si se considera que fueron formulados [...] en plena lucha revolucionaria; y que tenían el objeto de mostrar al mundo entero los propósitos de ella y los anhelos de paz universal y de confraternidad latinoamericana..."

Y la enunció así: "Las ideas directrices de la política exterior son pocas, claras y sencillas. Se reducen a proclamar:

"Que todos los países son iguales. Deben respetar mutua y escrupulosamente sus instituciones, sus leyes y su soberanía.

"Que ningún país debe intervenir en ninguna forma y por ningún motivo en los asuntos interiores de otro. Todos deben someterse estrictamente y sin excepciones al principio universal de no intervención.

"Que ningún individuo puede pretender una situación mejor que la de los ciudadanos de los países adonde va a establecerse, ni hacer de su calidad de extranjero un título de protección y de privilegio. Nacionales y extranjeros deben ser iguales ante la soberanía del país en que se encuentran."

Y finalmente:

"Que las legislaciones deben ser uniformes e iguales en lo posible, sin establecer distinciones por causa de nacionalidad, excepto en lo referente al ejercicio de la soberanía."

Estos escuetos lineamientos, en los que nuevamente aparecen la igualdad jurídica de los estados, la no intervención, la autodeterminación y, en general, la defensa de la soberanía nacional, orientaron la política exterior de los regímenes revolucionarios.

Nuevamente medio siglo y, en 1970, la Asamblea General de las Naciones Unidas emitió la Declaración de Principios de Derecho Internacional referentes a la amistad y la cooperación entre los estados, tras aprobar el informe de un comité especial que trabajó desde 1962, documento que contiene siete principios que en su esencia son coincidentes con los mexicanos y tienen validez universal. No en vano la primera de sus reuniones, presidida por don Alfonso García Robles, fue celebrada en esta ciudad; la voz de México en las posteriores reuniones se escuchó en boca de don Jorge Castañeda y de otros diplomáticos y juristas que después fueron distinguidos con la designación de embajador emérito. No es una audacia afirmar que con esta declaración se materializó la aspiración doctrinaria de Carranza.

Por decreto publicado el 11 de mayo de 1988, el Congreso de la Unión elevó a rango constitucional los principios de la política exterior, tal como se inscriben en la fracción X del artículo 89. Hasta entonces no había sido necesario dar carácter de norma obligatoria a los principios de política exterior -que, como ha dicho Javier Wimer, hacían funciones de ideología nacional-, pero quizá ante la percepción de que el gobierno se desembarazaba de su carácter revolucionario y empezaba a relajar los conceptos de autodeterminación en la construcción de su proyecto y de no intervención en los asuntos de su jurisdicción, desde la cancillería se promovió el aseguramiento de su observancia inscribiéndolos en el texto constitucional, iniciativa que el Congreso de la Unión aprobó por unanimidad. Con el tiempo el recelo se demostró fundado y la medida acreditó su eficacia.

Hay, sin embargo, un aspecto de los principios normativos de la política exterior mexicana generalmente poco atendido. Es el que tiene que ver con el conjunto y su propósito, con la estructura y su congruencia y, finalmente, con el cometido del Estado.

Enunciados en un orden diferente al que actualmente guardan en el artículo 89, se puede advertir en ellos la lógica del cuerpo doctrinario que el titular del Poder Ejecutivo debe observar en la conducción de la política exterior: los tres primeros -la igualdad jurídica de los estados, la autodeterminación de los pueblos y la no intervención- están dedicados a la preservación de la soberanía nacional; los tres siguientes -la solución pacífica de las controversias, la proscripción de la amenaza y el uso de la fuerza en las relaciones internacionales y la lucha por la paz y la seguridad internacionales- se ocupan de la procuración de la paz; mientras el séptimo -la cooperación internacional para el desarrollo- parece anunciar un capítulo faltante. Con una perspectiva aún más general, se percibe que los seis que se ocupan de la soberanía y la paz son los principios doctrinarios que orientan la política exterior de México hacia la seguridad de la nación, y el último, hacia su desarrollo.

Visto así, se hace evidente un fuerte desbalance doctrinario en la política exterior entre las áreas de seguridad y de desarrollo.

La observación de las dos grandes áreas de la política del Estado -la seguridad y el desarrollo- permite reconocer la esencia de la convivencia internacional y, al enunciarla en la forma de los principios, identificar -aun tentativamente- los que todavía hacen falta en el capítulo de desarrollo de nuestra doctrina de política exterior.

Si en el propósito de la seguridad incluimos los capítulos de nuestra soberanía y de la paz internacional, en el del desarrollo debemos privilegiar los del interés nacional y la responsabilidad internacional. Es en nuestro propio y legítimo interés que debemos utilizar la cooperación internacional para promover el desarrollo; que necesitamos impulsar la generalización del comercio justo y alentar la convergencia cultural de la humanidad. Igualmente es de nuestra responsabilidad, como lo es de toda la comunidad internacional, promover el orden internacional jurídicamente sustentado, impulsar el desarrollo humano y preservar el medio ambiente.

Como se ve, en los principios de la política exterior, aun incompletos como todavía están, se inscriben los fines esenciales del Estado: seguridad y desarrollo para la nación.

 
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