Usted está aquí: lunes 19 de septiembre de 2005 Opinión El terremoto y La Jornada

Editorial

El terremoto y La Jornada

Hace 21 años el sistema político mexicano vivía en la inercia de su propio autoritarismo. En aquel tiempo, una de las presidencias más grises que ha padecido el país en su historia se contentaba con ser un mero gozne entre el delirio petrolero lopezportillista y la perversa tecnocracia del salinismo; con administrar una crisis que duró todo el sexenio y con preservar intactos, en la medida de lo posible, los mecanismos antidemocráticos, corruptores y corporativos que proyectaba el poder presidencial a casi todos los ámbitos del país. Uno de esos mecanismos era la convivencia entre el régimen político y un conjunto de medios informativos que, salvo contadas excepciones, operaba como aparato propagandístico de la verdad oficial, acallaba voces discordantes y escamoteaba a sus audiencias ­televidentes, radioescuchas, lectores­ los esfuerzos individuales y colectivos por formular e impulsar proyectos de país, de sociedad y de instituciones distintos al vigente.

En ese entorno conservador y asfixiante, un grupo de periodistas, artistas, académicos y políticos se propuso construir un medio informativo que contribuyera a romper la cáscara del discurso oficial, reproducida entonces de manera uniforme y casi unánime por medios gubernamentales, paragubermanentales y corporaciones empresariales estrechamente vinculadas al priísmo más autoritario y corrupto. Quedó claro, desde un principio, que la propuesta de un diario nuevo, independiente, plural y crítico no podía surgir ni de las oficinas públicas ­patrocinadoras, por aquellos tiempos, de oposiciones dóciles y manejables­ ni del ámbito empresarial, aliado y beneficiario principal del sistema. La iniciativa tendría que surgir de la sociedad misma.

En febrero de 1984 se convocó, pues, a individuos y organizaciones a participar en el proyecto, a apoyarlo y hacerlo suyo. La respuesta social sobrepasó las expectativas de los organizadores. Miles de profesionistas, amas de casa, estudiantes, obreros, activistas sociales, sindicales, agrarios y políticos, trabajadores de la cultura y hasta desempleados realizaron aportaciones pequeñas en lo individual, pero suficientes en su totalidad para echar a andar un periódico. Hasta la fecha, la composición accionaria de la empresa Desarrollo de Medios SA de CV refleja la saludable atomización entre miles de personas de aquel capital inicial de La Jornada. Parte importante, acaso indispensable de los recursos provino de las aportaciones en obra efectuadas por un grupo de artistas tan numeroso que no puede enlistarse en este espacio, pero que puede ser representado por dos nombres: Rufino Tamayo y Francisco Toledo. Para con todos ellos, este diario mantiene y mantendrá agradecimiento perdurable.

El 19 de septiembre de 1984, después de muchas peripecias, salieron a la luz, en un medio preponderantemente adverso, los primeros ejemplares de La Jornada. A pesar de las expectativas creadas, nuestro proyecto periodístico fue considerado marginal, aventurero y condenado al fracaso. Al diario le llevó casi un lustro consolidarse y situarse como un punto de referencia necesario, en lo nacional y lo internacional, del acontecer de México y de otros países.

La clave principal de la subsistencia del periódico a lo largo de estos 21 años ha sido su determinación de acompañar las luchas y las gestas del país real, de sus minorías, de sus marginados, de sus opositores, de sus voces críticas. Nuestro diario ha dado cobertura puntual a los desposeídos por el terremoto de 1985, los estudiantes que se rebelaron en 1986-1987 contra los planes elitistas para la educación superior, la insurgencia electoral de 1988, las resistencias obreras, campesinas y políticas a la modernización salvaje impuesta por el salinismo, los indígenas que se alzaron en Chiapas en 1994, los organismos civiles de impulso a la democratización, los grupos que pugnan por derechos plenos para las mujeres, los ancianos, los niños, los migrantes, los seropositivos, los no católicos o los integrantes de las diversidades sexuales que caracterizan a la sociedad contemporánea.

Al mismo tiempo, La Jornada ha buscado informar con independencia, honestidad y sentido ético fenómenos mundiales como el cambio climático, la caída del Muro de Berlín, las guerras y los consiguientes procesos de paz en Centroamérica, la sempiterna pesadilla en Haití o las expediciones colonialistas contra Granada, Panamá, Libia, Afganistán e Irak.

En estas dos décadas México y el mundo han experimentado enormes transformaciones, no necesariamente positivas. En el ámbito nacional hemos transitado de un régimen monolítico y de partido casi único a una pluralidad difusa y confusa que no siempre resulta democrática. En plena alternancia, las instituciones siguen padeciendo las lacras de la corrupción, la simulación, el clientelismo y el patrimonialismo. De la economía cerrada e ineficiente se ha transitado a la apertura que favorece a unos cuantos, concentra la riqueza y multiplica las desigualdades; a una abdicación de la responsabilidad del gobierno en la redistribución de los recursos, al saqueo de los bie-nes públicos apenas disfrazado de procesos de "desincorporación" y a un estancamiento desolador y exasperante del crecimiento económico.

Sería absurdo, sin embargo, negar los avances del país en materia de apertura política. Ese proceso se aceleró a partir del sismo que, hoy hace 20 años, uno exacto después del arranque de La Jornada, arrasó vidas, barrios y patrimonios y puso al descubierto la insensibilidad y la torpeza de las presidencias priístas, omnímodas, corruptas y autoritarias. Nueve mil personas fallecidas, según cifras oficiales maquilladas, posiblemente el doble, y acaso más; decenas de miles de lesionados y centenares de miles de damnificados fueron en buena medida víctimas de la indolencia y la venalidad de autoridades urbanas y federales ­en ese entonces eran lo mismo­ que no aplicaron los reglamentos de construcción y que pusieron oídos sordos a los llamados de alerta sobre el mal estado de muchas edificaciones, o de empresas constructoras inescrupulosas que lograron ganancias fáciles con la inseguridad de los capitalinos.

En los días siguientes a la catástrofe inicial, ante el pasmo de los más altos funcionarios gubernamentales, las poblaciones de las localidades afectadas ­fueron muchas, aparte de la ciudad de México­ hubieron de rescatar con sus propios medios a sus sobrevivientes, enterrar a sus muertos, curar y cuidar a sus heridos, así como buscar cobijo sin ninguna asistencia oficial. Al mismo tiempo resultó claro que la sociedad era capaz de organizarse por sí misma y al margen de las autoridades, de ponerse de acuerdo para realizar las tareas de auxilio a las víctimas y de hacer frente a un escenario de catástrofe. Tales descubrimientos generaron una conciencia nueva entre los mexicanos, conciencia que fructificó en movimientos sociales posteriores que desembocaron en el colapso ­ojalá que final­ del sistema político en julio de 2000.

En la medida de sus posibilidades, y no sin errores, La Jornada ha acompañado el surgimiento y el desarrollo de esa conciencia social, y lo seguirá haciendo. Tal es el sentido de sus señalamientos actuales, a 21 años de su fundación y a 20 de la tragedia de septiembre de 1985. Este diario conmemora su surgimiento el 19 de septiembre, pero en esa fecha recuerda, también, las catástrofes naturales, económicas y políticas que ha padecido México. Esa coincidencia paradójica ha vinculado en forma permanente nuestro sentido de futuro con el deber de la memoria. No hay día más oportuno que éste para refrendar ante nuestros lectores ­razón última y primera de La Jornada­ el compromiso de persistir en los valores que nos dieron origen.

 
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