Usted está aquí: lunes 19 de septiembre de 2005 Deportes Del relajo del XIX al moderno reloj de Porfirio Díaz

Toros en México

Del relajo del XIX al moderno reloj de Porfirio Díaz

LUMBRERA CHICO

En una reflexión publicada años atrás, Leonardo Páez observaba que la fiesta brava responde a las características de cada localidad. Una corrida de toros en Las Ventas de Madrid, señalaba, donde el público es frío y seco y sólo se escucha el crujido de las semillas de pepita de calabaza que la gente consume en los tendidos, poco tiene que ver con una corrida de toros en La Maestranza de Sevilla donde el bullicio andaluz agrega al espectáculo del ruedo una alegría desbordante. Asimismo, tal era su conclusión, un festejo en cualquier lugar de España es diferente al de cualquier lugar de México, de Colombia, de Ecuador o Perú, porque cada pueblo reinterpreta la tauromaquia de acuerdo con su temperamento y su idiosincrasia.

Sin duda por eso, por su capacidad de adaptación al entorno social, y por su contenido altamente religioso, desde que los conquistadores españoles la implantaron en América, la fiesta brava funcionó entre los pueblos indígenas como un mecanismo de dominación y sometimiento a los intereses políticos, económicos y culturales de la avasalladora potencia militar que "descubrió" el Nuevo Mundo para explotarlo en su provecho.

Cuando llegaron cubiertos de metales, con sus armas de fuego y sus venados sin cuernos, los hombres de ultramar prohibieron todas las celebraciones y fiestas de los pueblos que derrotaban, y para acabar de amolarlos les impusieron nuevas obligaciones en materia de trabajo, alimentación, vestido, sexualidad y ceremonias religiosas, cancelando por completo el derecho al esparcimiento. Sin embargo, cuando las fiestas de toros fueron incorporadas al calendario cívico-religioso de las nuevas sociedades criollas, éstas las adoptaron como válvulas de escape a sus incontables privaciones.

Y de la mezcla de andaluces, gitanos, vascos, árabes, judíos y manchegos con los rasgos culturales intensamente asiáticos de los pueblos indios surgiría, más lúdica que en ninguna otra parte del mundo taurino, la tauromaquia mexicana, que durante la primera mitad del siglo XIX -después de la Independencia y hasta la prohibición del juarismo- se convirtió en sinónimo absoluto de relajo. Saltaba el bicho con cuernos al redondel imperfecto de la plazoleta de trancas y, después de recibir algunos capotazos de tanteo, se transformaba en víctima de las sanguinarias ocurrencias de un público, ebrio de pulque, dispuesto a clavarle banderillas con cuetes y matarlo a machetazos y puñaladas.

No sería sino hasta el porfiriato cuando adoptó las estrictas pero no tan recientes normas dictadas por Cayetano Leal Pepe Hillo en España, hacia 1850, que dividieron la lidia en tres tercios, uno para picar al toro, otro para banderillearlo y el tercero para matarlo a estoque. Los historiadores han descubierto que a lo largo de su prolongada tiranía, Porfirio Díaz dictó tres reglamentos taurinos para garantizar con mayor eficacia el cumplimiento de las reglas modernas. En el último de ellos, por ejemplo, ordenó que la duración de la faena se midiera con reloj, algo impensado hasta entonces.

 
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