Usted está aquí: lunes 19 de septiembre de 2005 Opinión Sobrevivir

Rolando Cordera Campos

Sobrevivir

En medio de la tragedia de Luisiana, Estados Unidos hace lo que puede por parecer el líder mundial que la globalización requiere. Nadie, aparte de los exégetas del conservadurismo globalista que encabeza el presidente Bush, se atreve hoy a proponer el sistema de gobierno y de ejercicio del poder estadunidense como ejemplar. Mucho trecho queda por recorrer antes de encontrar la fórmula para un mundo que sabe que no puede ser unipolar pero que no acierta a definir los modos y formas de ser multipolar sin caer en la guerra sin fin.

En medio de esta tragicomedia cercana siempre a las peores profecías de la teoría del caos, se desenvuelve la minitragedia mexicana. Inscrita sin remedio ni vuelta atrás en la saga de la globalización, la historia del presente mexicano no logra precisar los términos de esa inserción hecha a rajatabla y de manera inconsulta. De aquí los constantes desencuentros, por ejemplo, entre los intereses de los empresarios de carne y hueso y las decisiones de largo y mediano plazos adoptadas incluso antes del actual gobierno, pero que éste no puede poner en cuestión so pena de poner en peligro todo el entramado institucional erigido alrededor y en la base del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y de otros acuerdos similares.

Así las cosas, es obligado ocuparse de la política. Por encima o más allá de las descalificaciones de las casas de inversión internacionales, por delante de la mala calificación que nos asestó la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos hace unos días, sin desmedro de la dolorosa evaluación que del país hiciere recientemente el Banco Mundial, lo que importa es lo que los mexicanos puedan hacer de su propio desempeño y lo que los que aspiran a gobernarlos puedan arriesgar como apuestas o propuestas, proclamas o programas para convocarlos a votar y comprometerse con un o unos proyectos que se quisieran calificar de nacionales, pero que para lograrlo deben obtener antes, por fortuna, el pase impuesto por la ciudadanía mediante el procedimiento democrático.

Hacer honor a este código, que supone pluralidad y equidad para la competencia, así como irrestricto respeto a las leyes, debe ser obligación para todos los que contienden por el poder del Estado. Los que no consideran que estas claves para la convivencia son la condición sin la cual no hay vida en común civilizada pueden seguir su periplo retórico cada día más desgastado, pero poco tienen que ver con la deliberación a que habrá de someterse la sociedad mexicana madura y moderna que hizo la democracia infantil que tenemos, y que además se tomó el tiempo y el talento necesarios para proteger a quienes no creían en la democracia representativa pero que en su momento reclamaban la representación de los pobres entre los pobres, de los nunca representados.

Lo que ocurrió en 1994 fue una proeza ciudadana y dio lugar a que el corroído Estado posrevolucionario pudiera dar cuenta de su vetusta ductilidad. Los muertos no llegaron a la masacre que pronosticaron los profetas de entonces, y la sociedad urbana que asistía con algún entusiasmo al festival de la globalidad a que la había convocado el presidente Salinas hubo de tomar nota dramática de las profundas desigualdades, iniquidades e injusticias y discriminaciones que subyacían a su ascenso a la nueva modernidad de la globalización. Todo a cuenta de nuestra mala educación.

No pasó a mayores, a pesar de que la lección sobre nuestra desigualdad y afición discriminatoria fue mayor. Con todo, la fuerza del empeño democratizador de la sociedad se mostró imbatible y el Estado pudo administrar el larvado conflicto social distributivo hasta hacernos llegar a las playas de la alternancia.

Y entonces todo mandó a parar. La reforma de las estructuras políticas y económicas se volvió un mal chiste, acuñado en los escritorios de la Secretaría de Hacienda, y la confusión se apoderó del imaginario de representantes y representados. Del mal gobierno, que la alternancia prometía dejar atrás para siempre, se pasó al no gobierno, y la política democrática y representativa que se abrió paso con tanto trabajo y costo en los últimos 20 o 30 años hubo de admitir la necesidad de empezar de nuevo. Y aquí estamos.

El buque de la política plural ha encallado y la reciente aventura panista con los expedientes de la pluralidad mediática no hace otra cosa que confirmarlo. Salir del atolladero y poner la nave republicana en punto de navegar implica un doble esfuerzo, que en especial compromete a los protagonistas principales de esto que de drama parece empeñarse en pasar a tragedia: la lucha por el poder constituido que no reconoce cauce ni mandato, salvo el que lleva a actualizar la ley de la selva.

Atenerse a la regla política principal del sistema actual, que hace de los partidos entidades de interés público; y respetar y cuidar y proteger las instituciones que inventamos por considerar las mínimas instancias necesarias para concitar y aumentar la confianza nacional: el Cofipe y sus derivados, el IFE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación se ha vuelto, tristemente, la prueba de ácido para los demócratas que buscan el poder. Nadie puede o quiere hablar hoy de compromisos dramáticos o heroicos. Se trata de un mínimo reconocimiento de lo que requerimos para la sobrevivencia.

 
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