Usted está aquí: domingo 11 de septiembre de 2005 Opinión La reforma sin nombre

Rolando Cordera Campos

La reforma sin nombre

Todos hablamos de la reforma del Estado, sin admitir que ya ha habido dos grandes reformas. La primera buscó redimensionar el sector público y revisar a fondo el papel del Estado en la economía. De ella emanaron las drásticas revisiones de la política comercial y las privatizaciones, y se quiso justificar el retraimiento absurdo de la inversión pública que ahora todos lamentan. La segunda apuntó a los tejidos políticos del Estado posrevolucionario y pretendió llevar a éste a una nueva etapa: una democracia representativa, que pudiese recoger la pluralidad social e ideológica y diese un cauce a los conflictos y pugnas distributivos y por el poder que son propios de las sociedades complejas.

Llegó la alternancia y mandó a parar. El presidente Fox ha hecho bien en reconocer ante Joaquín López Dóriga que antes de él había historia. Ya era hora, aunque sus dichos de campaña que se extendieron a lo largo de su gobierno mucho daño hicieron al entendimiento público. No se puede andar impunemente por el país con la banda presidencial proclamando que se vive el año cero de la República ("los 70 años perdidos"), y luego lamentar los efectos de tal despropósito y echarle la culpa al Congreso.

Sin duda se puede presumir de logros notables del curso reformista: en menos de 20 años México se volvió un gran exportador de manufacturas pesadas y semipesadas, superó su condición de economía casi monoexportadora, dependiente en alto grado de las ventas foráneas de crudo, y atrajo montos considerables de inversión extranjera directa.

También puede presumirse de que a pesar de su lentitud, la reforma política rindió frutos considerables. Sin alejar la violencia política de su horizonte, como nos lo mostró el fatídico 1994, la democratización avanzó con rapidez a partir de ese año, propició la derrota del PRI en la Cámara de Diputados en 1997 y el primer gobierno elegido de la capital quedó en manos de Cuauhtémoc Cárdenas.

Al final del siglo XX, esta reforma fue el cauce indiscutible de una alternancia pacífica en la Presidencia de la República, que se combinó con una notable estabilidad financiera, un tipo de cambio bajo control, una inflación a la baja y un crecimiento económico que por primera vez en casi 20 años llegó a una tasa superior a 6 por ciento anual.

Pero el crecimiento se esfumó a partir de entonces y la economía se ha arrastrado en lo que va del nuevo siglo. Según Consultores Internacionales, la economía crecerá en el sexenio alrededor de 2 por ciento anual, por debajo de las estimaciones hechas por Hacienda en su tristemente célebre escenario "sin reformas". Según esta consultoría, el producto por persona habrá crecido "0.5 por ciento al año a lo largo del sexenio, lo que implica que el crecimiento de la economía, una vez descontado el crecimiento poblacional, queda prácticamente anulado". Consecuentemente, el empleo se ha deteriorado hasta llegar a una situación en la que casi la mitad de la fuerza de trabajo ocupada en las ciudades labora en condiciones de informalidad, sin seguridad social ni prestaciones ni contrato de trabajo, y el desempleo abierto llega a afectar a 4 por ciento de la población económicamente activa. La migración de jóvenes educados a Estados Unidos y la opción por la "otra salida" de varios cientos de miles, rumbo a la criminalidad, requiere de mucho estudio pero de poca ciencia, y de ninguna retórica banal sobre la falta de reformas.

La reforma económica no ha podido fortalecer al Estado en sus finanzas, más bien lo ha afectado por su permisividad fiscal hacia el comercio exterior. Por su parte, la democracia parece haber servido más para afirmar la autonomía de los grupos políticos dirigentes respecto de la base social nacional que para obligarlos a la deliberación que es propia de la política plural moderna, mientras que los poderes de hecho se instalan festivamente en el centro de la política del poder y presumen de su hegemonía y capacidad de articulación del resto de las fuerzas políticas.

Las reformas cambiaron usos y costumbres, pero las dislocaciones que propiciaron no fueron interiorizadas oportunamente por el cuerpo social y productivo que emergía, y es por eso que redundaron en un debilitamiento mayor del Estado, cuyas fallas, aparentes o inventadas en los primeros años 80 del siglo pasado, sirvieron para justificar una reforma económica a rajatabla y, luego, una reforma política dejada al amparo de los votos.

Sin un Estado decidido a modular el cambio por él mismo desatado con el propósito de globalizar a la nación y modernizarla, lo que tenemos hoy es un Estado más débil que antes, sin capacidad fiscal y sin credibilidad política suficiente. La necesidad vital de una tercera reforma, esta vez de carácter moral e intelectual debería ser evidente para todos. Iniciarla implica muchos riesgos pero hay que acometerla ya, antes de que las corrientes de descontento social, hoy todavía contenidas por las represas del Estado, sean desbordadas.

Renovarse intelectual y moralmente supone un intenso reconocimiento de que la política democrática y la economía abierta deben estar incrustadas en una dimensión social atenazada por la desigualdad, la pobreza y la desintegración que la reforma económica y política del Estado sólo encaró con políticas subordinadas, dependientes de los cálculos elementales de Hacienda, y no con estrategias propiamente dichas.

Por qué ocurrió esto no está claro. No hay manual que lo resuelva satisfactoriamente, pero habría que reiterar que las decisiones que estuvieron detrás de esta situación no son el fruto de ninguna ley natural. Las elites dirigentes y los grupos dominantes de la economía y las finanzas no consideraron que este era un tema crucial ni que fuera urgente ocuparse de él.

El caso es que ahora se ha vuelto tsunami que pone a prueba la capacidad intelectual y ética de estas elites para encauzarlo y aliviar creíblemente a sus víctimas. Volver a lo social y convertirlo en el objeto de la tercera reforma del Estado es vital, porque en ello nos va lo que nos queda: la dimensión intelectual, cultural, ética, de un Estado nacional que se empeña en hacer mutis... en compañía de todos sus personajes.

 
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