El tránsito
De las dos vidas que todos tenemos, Belarmino, por extraño que parezca, por aquellos años prefería la vigilia más que el sueño. ¿Y extraño por qué? Pues porque sus sueños eran estupendos, mejores que los acontecimiento de lo real. ¿Lo real? ¿Definición? No, plis. La vida ocurre por igual en ambas orillas del río.
Y luego, el agua entremedias. Todo es real.
Ese era el juego de Belarmino. El tránsito del sueño a la vigilia. La travesía, por así decir. Un ir y venir con la muerte al acecho, tranquilita, pero atenta.
Digo por aquellos años puesto que Belarmino ha cambiado, claro. Quién no. Pero esa es otra historia.
Y digo que por extraño que parezca porque su vida práctica, diurna, era un desastre. Había terminado, más que la carrera, sus relaciones con la universidad. Su estatus era buscar trabajo, pues a cada rato lo perdía. Vivía de prestado la mitad del tiempo, no tenía un lugar preciso donde pernoctar, y como las mujeres no lo pelaban -y él que era muy exigente-, no tenía novia que tan siquiera lo invitara a dormir.
Es de esos feos que de jóvenes las pasan negras pero con la edad se ponen "interesantes", tipo Belmondo. Pero en los tiempos de que hablo, Belarmino no la hacía en lo blanco ni en lo negro. Solterote, leía, dormía, iba diario al cine, programas dobles de preferencia (que eran baratos entonces, cuatro pesos, y en el Cosmos, tres). En su vida no sucedía nada.
Físicamente compacto. Chaparro, correoso, de pelo negro ensortijado, y corto. Odiaba lo jipi. Y tan gestudo que antes de los 30 ya tenía arrugas. Daba impresión de ser muy seguro, pero solía repetir "me doy güeva" al concluir la relación de sus infortunios. Autoestima a la baja. Hasta vocacional era su crisis. Vendía herramientas de precisión, y era mesero en las noches. Según él, quería dedicarse al cine.
Una noche del 80 caminaba por la Ribera de San Cosme a horas inadecuadas. Sintió el zumbido de una bicicleta pasándole muy cerca y rápido. En la calle desierta. Los semáforos hacían señales para nadie.
Pronto vio que la bicicleta disminuía la velocidad. Antes de detenerse por completo, su tripulante cayó, y la bici también. Balarmino se rió. Era cómico. Caminó hacia el ciclista caído, que desde el principio le había parecido mujer, aunque su aspecto no permitía concluir con certeza.
La ciclista, totalmente garçon, se sacudía los pantalones negros bombachos y maldecía como carretonero pero con voz angélica.
-Fue tu culpa, idiota -espetó a Belarmino. Y él pensó: "¿Por qué la gente me dice idiota tan seguido?"
-¿Y yo por qué? Nomás vengo caminando, y tú tenías toda la calzada, hasta el camellón.
-No te vi.
-Pues usa lentes.
-Qué chistoso. Ibas abajo de la banqueta.
-Y eso qué.
La ciclista lo miró, esbozó una sonrisa de chava haciéndose la ruda, y dijo:
-Tenemos gorras iguales.
Era verdad. De lana azul marino, y las siglas blancas de los Yanquis: NYY.
-Eso habla bien de ti. Y mira que me ibas a atropellar -dijo él.
-Ni te rocé.
-Te caíste.
-No me caí. Me tumbaste.
-Ora yo.
-No sé... -titubeó ella, apretó el manubrio con las dos manos y montó.
-Ai te vas con cuidado -dijo Belarmino. Y ella giró sobre su hombro izquierdo hacia él.
-¿Dónde vas? Te llevo.
El no iba lejos, se estaba quedando en el depto. del Monjaz, pero le gustó la idea. Trepó a los diablos y se prendió de los hombros de la chica.
-Voy aquí a la San Rafael.
Y así se fueron, devorados por el titi-lar amarillo de la noche. Empezaron a platicar.
-¿Sabes? -iba diciendo Belarmino al oído de la desconocida-, esto ya lo soñé. Igualito. Nomás que en el sueño tenías el pelo largo y te llamabas Eugenia.
-¿Y cómo sabes si tengo pelo largo, ni si me llamo Eugenia?
-No tienes cara de Eugenia -afirmó él, seguro.
-No te creo lo del sueño -dijo ella un poco fuerte para que él, atrás, la oyera.
-Haces bien, pero es verdad lo que te digo.
Belarmino ha comprobado que los sueños se cumplen. Una veces eso es bueno. Otras no tanto.
-Entonces qué, ¿cómo te llamas? -dijo él. Y ella no dijo nada.