Usted está aquí: jueves 1 de septiembre de 2005 Opinión Hay mucho de Penélope en Ulises

Olga Harmony

Hay mucho de Penélope en Ulises

Antes de entrar en materia, querría yo referirme a dos noticias, una buena y una mala. La buena, la reaparición de Karina Gidi en nuestros escenarios cuyo remontaje de su Instrucciones para volar me gustó ahora mucho más que en su estreno hace algunos años. La mala, muy mala, que el Foro de Arte Contemporáneo cerró sus puertas y, para peor, por enfermedad de su director, el talentoso creador escénico Ludwik Margules. Y otra buena, ya en el marco de esta nota, es el estreno del pequeño foro La Caja Negra del Centro Universitario de Teatro (CUT) con un texto de Vicente Quirarte dirigido por Mario Espinosa. El CUT se abre de esta manera y a decir de su director, Antonio Crestani, se propone invitar a un autor mexicano para que escriba un texto especial para la graduación de sus estudiantes -dirigido por algún ex alumno de la institución- al mismo tiempo que se les hace representar algún clásico. La idea es muy buena y depende del programa que se tenga y del plantel de maestros, que este Centro recupere el brillo que tuvo en otras épocas.

Quirarte escribe un muy bello texto, con un lenguaje excepcionalmente pulido, acerca de los inicios del teatro de Ulises, momento fundacional en el teatro moderno mexicano y que es bueno que se recree-se recuerde-por estas generaciones que se abren al profesionalismo. En la casa de Mesones 42 de Antonieta Rivas Mercado reproducido por el escenógrafo José de Santiago, se ensaya El peregrino del hoy olvidado Charles Vidrac, tenido en su momento por el autor del intimismo y las cosas pequeñas, por lo que es natural que el grupo de los entonces muy jóvenes creadores lo eligieran para aplicar sus ideas renovadoras y alejadas de la ampulosidad a usanza de la época y siguiendo las directrices marcadas por Stanislawsky de las que ya tenían noticias (a parecer por Agustín Lazo, según recordaba Clementina Otero).

Los ensayos en que aparecen Celestino Gorostiza como el director, Manuel Rodríguez Lozano como el escenógrafo -en una de las licencias del texto que se explican en el programa de mano-, Gilberto Owen, Antonieta Rivas Mercado y Clementina Otero, entre otros como actores, se entremezclan con los amores frustrados de la Rivas Mercado por el artista plástico, sabidamente homosexual, y del poeta Gilberto Owen por Clementina Otero, la que tiene un sueño premonitorio en que se ve como Carlota de México, la obra de Miguel N. Lira con la que triunfaría y también ve a un hombre -el que sería su marido, Carlos Barrios y Castelazo- que la aparta de la actuación más no del teatro, con lo que el autor va ofreciendo datos de los personajes reales. Al mismo tiempo, planea por los aires el pionero de la aviación Emilio Carranza que, en muy hermosos monólogos contrapuntea con su amor por México el cosmopolitismo de quienes serían después Los contemporáneos. La no aceptación en principio de los modos revolucionarios de hacer teatro del Ulises se dan por una periodista, que después se integra al proyecto y una actriz acostumbrada a la declamación escénica al uso en 1928 y que lo abandona.

Mario Espinosa, con el apoyo de la excelente actriz y reconocida maestra Angelina Peláez, logra un buen trabajo con los actores incipientes (Jessica Cortés, Edurne Ferrer, Patricia Madrid, Catarina Mesinas, Raúl Morquecho, Yolanda Navarrete, Luis Javier Oliván y Glenda Tejeda) y muestra toda su mano de director en un trazo que ofrece los ensayos de la obra de Vidrac desde diferentes perspectivas, con la aplicación de los viejos y nuevos métodos de actuación, y en detalles como resolver el travestismo de alguna actriz que interpreta a un hombre -no en el caso del aviador, un sujeto aislado dramática y escénicamente- mediante el juego de un maniquí de percha detrás de la que se parapetan quienes encarnen a Rodríguez Lozano y a Benjamín. Los actores y las actrices mueven los pocos muebles y utensilios, así como las mamparas de vidrios transparentes de la escenografía y cambian de ropa, en el vestuario de Cordelia Dvórak, a la vista del público acompañados por la música de Erando González interpretada -así como las improvisaciones de su autoría- en vivo al piano colocado en otro extremo, por Deborah Silberer. Resulta excelente que los muchachos y muchachas -cuya juventud coincide casi con la de sus personajes y se oculta tras el maquillaje de Carlos Guízar- que se proyectan al futuro lo hagan con un texto tan importante y en una tan cuidada escenificación como ésta de su debut al público.

 
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