Editorial
Derrota de la civilidad
Tras un largo impasse que ayer fue de 10 horas, pero que en realidad lleva ya varios meses, dos de las tres facciones en disputa por el control del Revolucionario Institucional definieron lo que no es sino un escenario de nuevos conflictos: por un lado, colocaron en la presidencia del partido a un político dócil, Mariano Palacios Alcocer, quien supuestamente tendrá que arbitrar la disputa entre Roberto Madrazo y Arturo Montiel por la candidatura presidencial priísta, y por el otro consumaron la marginación de Elba Esther Gordillo de la dirigencia partidaria, con métodos tan abominables como los que la propia charra magisterial ha empleado siempre contra sus detractores.
En este proceso, la opinión pública nacional pudo contemplar, desde anteayer, el rostro más sucio de la política, cuando los precandidatos en disputa anunciaron un acuerdo para llevar a la presidencia del partido a Sergio García Ramírez, ex procurador de la República y ex secretario general del tricolor, quien ni siquiera estaba enterado del designio y declinó, por razones harto explicables, la oferta de conducir una guerra de golpes bajos, traiciones, simulaciones y jaloneos como la que se ve venir en la cúpula del Revolucionario Institucional.
Gordillo, por su parte, canalizó oficialmente su empeño en controlar el partido por la vía tribunalicia, abriendo así un nuevo frente en las luchas intestinas del tricolor. Sin embargo, parece poco probable que la maestra se resigne y discipline a un eventual fallo judicial adverso. Dueña del control efectivo del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y promotora bajo la alfombra de una patente electoral el Partido Nueva Alianza, Panal, cabe esperar que, si ve frustrado su afán, dirija los enormes recursos de que dispone económicos y políticos para torpedear a sus rivales priístas en el proceso electoral del año entrante.
El Revolucionario Institucional sale de este episodio, pues, desgarrado, con una pesada carga adicional de desprestigio ante la ciudadanía y con una perspectiva de nuevas confrontaciones internas. Esta circunstancia no es, de ninguna manera, una buena noticia para los priístas ni para nadie, ni siquiera para los organismos rivales del tricolor, habida cuenta de que, al igual que ellos, el PRI es una institución de interés público y representa, pese a sus descalabros, su descomposición y el envilecimiento de su vida interna, una suma enorme de cuotas de poder: es, todavía, la mayor fuerza electoral del país, tiene las bancadas más numerosas en el Senado, en la Cámara de Diputados y en buena parte de las legislaturas locales, y ostenta el mayor número de gubernaturas y presidencias municipales.
Lo anterior habría debido llevar a los líderes priístas a asumir la vasta responsabilidad nacional que corresponde a su partido como promotor de la institucionalidad, la civilidad y la democracia. Han optado, en cambio, por conducirse en forma inescrupulosa y desaseada y por trenzarse en disputas por el control político y las posiciones de poder, disputas en las cuales la ausencia más notoria es la de las ideas y propuestas de cara a un país que requiere de ellas hoy más que nunca.