Ciudad anegada
A lgo parecido a la furia de Dios se abatió la madrugada de este lunes sobre la costa norte del Golfo de México. Para cuando aparezcan impresas estas líneas la atención mundial tendrá saldos duros de esa improbable ira divina y nadará -ironías aparte- entre gráficas e infografías de la destrucción y la muerte en Luisiana y Alabama, diagramas de la formación de huracanes y videos de reporteros televisivos que se balancean al compás de los vientos furibundos mientras tratan de convencer al respetable del dramatismo implícito en las imágenes a sus espaldas. Nueva Orleans, que desde esta mañana parece ser la más devastada de las víctimas urbanas, se anega en su callejón sin salida entre el lago Pontchartrain, al norte, y el ondulante Mississippi, al sur. Los datos oficiales esgrimidos hasta la náusea dicen que un millón de personas abandonó esa ciudad carnavalera y situada, en su mayor parte, bajo el nivel del mar, y que otras 30 mil se refugiaron en albergues temporales. Uno de ellos, el estadio Superdome, perdió parte de su techo en las primeras horas del lunes. Según esas cifras, y si se considera que Nueva Orleans tiene un total de un millón 300 mil habitantes, quedan 270 mil personas libradas a los caprichos del agua.
Lo que ocurre en estas horas en las costas del norte del Golfo de México ha sido prefigurado cientos de veces por Hollywood. Cómo contrastan estas escenas de autopistas embotelladas con las imágenes de los refugiados tercermundistas, caravanas de peatones que llevan en la cabeza su total de pertenencias: 20 dólares. Qué diferente es el desastre, natural o sintético, en caseríos y asentamientos marginales, de estas escenas de caos y angustia en medio de rascacielos y avenidas elegantes. Tanto, que cuesta un poco recordar el denominador común entre unas y otras circunstancias: la vida humana en riesgo y condiciones límite, la amenaza fortuita al organismo y al patrimonio, el sufrimiento de seres humanos vistos como simples miembros de la especie, despojados de nacionalidad, condición social, edad, vestimenta y grado académico. El emblema estampado en tu pasaporte, tu nivel salarial y la posición geopolítica de tu gobierno en el mundo no importan un comino cuando te ahogas, cuando mueres aplastado o cuando te fríes en un incendio. Hay que organizar centros de acopio y envío de víveres, frazadas y abrazos solidarios para los pobres hermanos del norte, víctimas tan inocentes como un ugandés o un chiapaneco, ante la cólera desatada de los elementos.
Porque, hasta donde se sabe, nadie ha atribuido aún esta tragedia en tiempo real (televisable, reality show, oportunidad de negocio) a los designios celestiales. No tardarán en aparecer los apocalípticos que pregonarán, todavía entre charcos y palmeras derribadas, el castigo divino. Las sospechas más fundadas apuntan, en cambio, a presiones atmosféricas, temperaturas de masas acuáticas y otros factores casi tan inexpugnables, para el sentir común, como la teología. No faltarán, sin embargo, quienes faciliten la teoría del cambio climático, esta nueva versión del castigo a la especie por sus excesos y la expulsión del paraíso terrenal.
En esta ocasión el rugido del huracán no es propicio para discurso alguno, y menos para ése que, muchas millas al norte de los acontecimientos, atormenta su cerebro escaso en busca de una explicación a la tragedia como resultado de la maldad de Bin Laden, Saddam, Castro y Chávez. No lo logrará.