Toros y cristianos
Manolete: muerte y resurrección de Jesucristo
Del niño que burlaba de noche la vigilancia de los caporales para darle un capotazo a un pavo de cinco años quedan la gracia natural y algunos rasgos de la cara, endurecidos quizá por las primeras heridas del combate. Ahora que está hecho todo un señor matador de toros, que su apoderado ha vuelto de las corraletas del coso con los datos del sorteo, que el mozo de estoques lo ha vestido como un príncipe español de la segunda mitad del siglo XVI, le llega la hora de envolverse en el capote de paseo para partir plaza e iniciar el rito supremo que celebra el mito de la tauromaquia: la corrida.
Misa de tres padres en la que cada uno tendrá que adorar a una versión pavorosa del cordero de Dios que quita los pecados del mundo, la corrida es, por donde se pueda verla, un espejo pagano del rito de la eucaristía: la fiesta (por la última cena) en que el maestro reparte entre sus discípulos el pan y el vino para ofrendar simbólicamente su carne y su sangre, antes de entregarse por completo al suplicio que lo privará de la vida y le permitirá renacer. En la corrida, aunque deformada, la mitología crística se cumple totalmente.
Sacerdote semidesnudo que danzará con la delicadeza de una prima ballerina ante una bestia salvaje (la peluda encarnación de los siete pecados capitales), el matador ofrece su cuerpo al respetable público mediante el brindis y se encamina hacia los pitones que van potencialmente a desgarrarlo (algo que ocurrirá tarde o temprano en algún momento de su carrera) como un Jesús rumbo al Calvario.
Pero el instante definitivo de la muerte y la inmediata resurrección se presentará cuando se plante de perfil entre los cuernos del demonio, sostenga el palillo de la muleta con la mano izquierda, enrollándola por así decirlo, y empuñe la espada de los arcángeles con la derecha, antes de girar los pies y colocarlos frente a las pezuñas de Belcebú, apuntando su arma como un cazador hacia el morrillo del vacuno. Acto seguido, echará el trapo al hocico de la fiera y la hará embestir, atrayéndola hacia él pero guiándola para que no consiga atropellarlo, mientras entierra el estoque buscando que la punta curva de éste -conocida como "la muerte"- penetre y rebane el corazón del enemigo para liquidarlo fulminantemente, con el menor sufrimiento posible, lo que no deja de ser, como casi todos los buenos deseos, una tontería si se piensa con calma.
Fruto de una curiosa coincidencia entre el arte de matar acrobáticamente a una res con el acero y la inagotable superstición católica de los hombres de coleta, un proverbio de la fiesta asegura que al realizar la suerte de la espada "el que no hace la cruz se lo lleva el diablo", queriendo decir con esto que el brazo que arrastra la muleta hacia el cuerpo del gladiador y el brazo que empuja la espada deben cruzarse para que la ejecución sea perfecta. Ayer la vida cumplió 58 años desde que Manuel Rodríguez Manolete hizo por última vez la cruz matando a Islero al mismo tiempo que éste le partía la femoral para convertirlo en el mártir más alto del santoral taurino, cuya memoria veneramos con puntual devoción.